En Estados Unidos se vive un momento histórico muy particular. Por un lado, la guerra en Irak se ha transformado en un caos genocida al cual no se le ve fin. Escándalos de corrupción resquebrajaron la confianza en el gobierno y el sistema. El mercado inmobiliario sufrió una caída estrepitosa que forzó a mucha gente a perder sus casas y llevó a muchos más a la bancarrota, anunciando el inicio de la peor crisis financiera desde la década de 1920 y un resquebrajamiento del sistema capitalista global. Al mismo tiempo, casi siete años de una política de “seguridad nacional” llevaron a una alarmante pérdida de las garantías individuales y a la institucionalización de la tortura. La crisis y el miedo llevaron a una postura antiinmigrante cada vez más virulenta y a una militarización de la frontera sin precedentes. En este contexto, la elección de Barak Obama como el nuevo presidente demócrata de los Estados Unidos fue recibida con escepticismo por mucha gente cuya realidad permanece prácticamente invisible, a pesar de que sin duda han sido los más afectados: los pobres y la “gente de color”, minorías raciales que, en muchos casos, no son minoría.
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Pero fue justamente en este barrio que, durante más de 14 años, floreció la granja urbana más importante de Estados Unidos: casi seis hectáreas cultivadas por más de 300 familias pobres, en su mayoría de origen latino. La Granja Sur Central constituía no sólo una alternativa de independencia económica, sino una fuente de alimentación de alta calidad a bajos precios. Además, los campesinos preservaban antiguas tradiciones de cultivo, conocimientos de medicina natural y semillas ancestrales. La granja era un lugar de convivencia lejos de la violencia, las drogas, las pandillas y el racismo, un refugio donde los niños podían jugar sin miedo, donde se realizaban fiestas y ceremonias tradicionales. Muchos de los campesinos eran adherentes a la Otra Campaña.
Pero una compleja trama de intereses políticos y económicos resultó en la destrucción de la granja, en junio de 2006, por el gobierno del alcalde latino y demócrata Antonio Villaraigosa, a pesar de la formación de un amplio movimiento social. Las soluciones orgánicas a los problemas de salud, alimentación, educación, drogadicción y criminalidad poco interesaron a los políticos y empresarios deseosos de lucrar con ese terreno cuando un nuevo corredor ferroviario aumentó los precios inmobiliarios. Hoy un pequeño grupo de campesinos sigue organizándose y preservando el sueño de la granja en tierras fuera de la ciudad.
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En los últimos años ha habido un recrudecimiento severo de legislaciones antiinmigrantes. Esto ha resultado en la expulsión de alrededor de un millón de inmigrantes en los últimos tres años -con un promedio de deportaciones tres veces mayor que hace una década. Al mismo tiempo, ha provocado una precarización de las condiciones de vida de los migrantes, facilitando la explotación. Pero los números no logran dar cuenta de la realidad cotidiana de millones de personas que ahora viven bajo constante terror. Abundan las historias de los niños dejados atrás cuando la migra (autoridades migratorias) se lleva a sus padres. Las historias de las familias aterrorizadas cuando agentes entran a sus casas pateando puertas, amenazando con armas y llevándose esposadas a personas cuyo único crimen es trabajar. Las historias del terror de perder todos los bienes y encontrarse deportada en alguna ciudad de la frontera sin un centavo. Las historias de los meses o años de detención, las inyecciones forzadas de fármacos antipsicóticos peligrosos, en violación a legislaciones de derechos humanos internacionales, los procesos legales manipulados, los maltratos y humillaciones por las autoridades migratorias. Y abundan, también, las historias de los cientos de personas que mueren cada año tratando de cruzar una frontera cada vez más militarizada.
En este contexto, organizaciones como la muy zapatista Tierra y Libertad, en Tucson, Arizona, se organizan desde abajo para resistir. Se trata de combatir circunstancias específicas, como las redadas de la migra que mantienen a las comunidades en un estado de terror, pero sobre todo de crear una conciencia colectiva a través de la educación y la participación organizativa. Por eso, a la campaña de información sobre derechos se le añaden proyectos de autosustentabilidad comunitaria, de arte rebelde (RebelArte) y de educación colectiva. Se trata de alternativas autónomas, desde abajo, por parte de comunidades que ya no creen en soluciones provenientes del gobierno o los partidos políticos y que deciden tomar las riendas de sus vidas en sus propias manos.
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Uno de los problemas más graves que afectan a las comunidades pobres y "de color" es lo que en inglés se llama gentrification: la elitización de los barrios en aras del "progreso", la especulación inmobiliaria y los intereses comerciales. Se trata de un proceso en el que participan inversionistas particulares, empresas multinacionales y políticos locales, estatales y federales, y que resulta en el desplazamiento sistemático de poblaciones pobres, alejándolas de sus fuentes de ingresos y destruyendo el tejido comunitario. Es el caso, entre muchos, del Segundo Barrio en El Paso, Texas, que el Plan Paso del Norte pretende destruir para construir un gran centro comercial. Como explican los organizadores de la resistencia (miembros de la Otra Campaña), el Segundo Barrio es no sólo el barrio más antiguo de El Paso, sino una comunidad viva, mayoritariamente de origen mexicano -un verdadero sistema de sobrevivencia que le permite a esa población excluida resistir con su cultura, su lenguaje y su condición económica.
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Otra constante en las comunidades de color es el abuso y la violencia policiales. Este pasado 1 de enero, el joven negro Oscar Grant fue detenido por un grupo de policías (blancos) en Oakland, California, en una estación del metro (Bart). Mientras sus amigos y un número de personas protestaban desesperadas, los policías lo tumbaron al suelo boca abajo. Uno de ellos lo inmovilizó con la rodilla en el cuello mientras otro sacaba la pistola y le disparaba por la espalda, asesinándolo. El incidente se volvió público al ser presenciado por muchos testigos y grabado en dos teléfonos celulares, resultando en violentas manifestaciones. Pero la brutalidad y el racismo de las fuerzas policiales contra las comunidades de color en todo el país es la norma. Como respuesta, organizaciones llamadas CopWatch (vigilantes de la policía) han surgido en muchas ciudades. Sus miembros patrullan las calles con cámaras de video, alertan a los residentes de retenes y redadas y organizan formas de defensa comunitaria. En Los Ángeles, CopWatch L.A., con inspiración zapatista y de otros movimientos autonomistas, es parte de un proyecto más amplio de autonomía comunitaria llamado Comunidades Autónomas Revolucionarias, que incluye granjas comunitarias, guarderías y otros proyectos.
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Estos son los jóvenes que supuestamente tienen derechos. Pero los migrantes indocumentados ni si quiera aspiran a tanto. La inmigración "ilegal" se ha criminalizado en los últimos años, de manera que hoy el "delito" resulta no sólo en la deportación, sino en la detención por períodos que pueden durar años. En septiembre de 2008 se realizó la mayor redada de la historia estadounidense en Postville, Iowa. Trescientas personas fueron arrestadas, acusadas no sólo de inmigración ilegal, sino de robo de identidad, un cargo con penas muy severas. La acusación no hubiera resistido el escrutinio en un tribunal, pero las presiones y amenazas, el miedo, el desconocimiento de las leyes y la ausencia de abogados hicieron que la mayoría de los detenidos se declararan culpables a cambio de sentencias supuestamente más cortas de hasta dos años de prisión.
¿Pero, por qué esa criminalización? Parte de la respuesta se encuentra en las políticas de "seguridad nacional". El antiguo Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) es ahora parte del Departamento de Seguridad Nacional (Homeland Security) bajo las siglas ICE (Immigration and Customs Enforcement). Desde que ICE es parte de Homeland Security, su presupuesto aumentó a 5 mil millones de dólares anuales, asumiendo funciones de "lucha contra actividades terroristas y criminales". Es evidente que el reducido número de detenciones anuales de "terroristas y criminales transnacionales" difícilmente podría justificar un presupuesto de ese tamaño. La respuesta, por lo tanto, es presentar a trabajadores migrantes como criminales capaces de amenazar la seguridad nacional.
Pero un factor quizás más importante es la privatización de las prisiones, en lo que se ha venido a llamar el "complejo industrial carcelario", una industria billonaria que obviamente necesita "clientes". Los Estados Unidos tiene el mayor porcentaje per cápita de presos del mundo. La privatización de las prisiones no sólo resulta en lucros directos por medio de fondos del Estado. Mucho más lucrativo resulta el trabajo esclavo de los prisioneros, permitido en la 13ª Enmienda Constitucional. Los presos, que para el capitalismo estadounidense son "excedentes sociales", representan una formidable fuente de mano de obra. Hoy, numerosas empresas utilizan el trabajo de prisioneros que reciben aproximadamente 25 centavos de dólar por hora.
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(*)NOTA: El autor es escritor y periodista alternativo, miembro del colectivo Radio Zapatista y doctorando en literatura latinoamericana.
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