por Alejandro Reyes - Radio Zapatista (www.radiozapatista.org)
En un amplio patio de un pueblo en la sierra de Guerrero, rodeado de montañas y bosques, cientos de campesinos forman filas con sus armas en alto. Hay entre ellos muchos jóvenes y no pocos viejos. Sus armas con muy sencillas, su equipo, precario, pero su mirada es firme y llena de dignidad. Se trata de la Policía Comunitaria, uno de los proyectos de autonomía indígena más importantes de México, que el 14 y 15 de octubre celebran su 13er aniversario en esta comunidad de Tilapa, municipio de Malinaltepec, acompañados de comisarios y representantes de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) y algunas decenas de visitantes: activistas, investigadores, miembros de medios alternativos y de organizaciones solidarias.
A 13 años de su fundación, la Policía Comunitaria, que junto con el sistema de justicia representado por la CRAC es una de las más importantes experiencias de autonomía indígena de México, tiene razones de sobra para celebrar. La inseguridad y la violencia que en los 80s y 90s asolaban a la región hoy están bajo control. Pero, sobre todo, hay una conciencia de que las comunidades pueden resolver sus propios problemas sin tener que esperar que las respuestas vengan de fuera.
La sierra de Guerrero es una región con una larga historia de rebeldía. Esta es la tierra de los movimientos guerrilleros de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y de una larga tradición de organización indígena y campesina. Es, también, tierra de una de las más brutales campañas de represión del México moderno. La violencia contrainsurgente desatada en la década de 70 provocó una profunda inestabilidad social que dio origen a una situación descontrolada de inseguridad: abigeato, asaltos, violaciones sexuales, asesinatos. Ante la violencia, la desesperación de los habitantes se topaba con la indiferencia de las autoridades, cuando no su complicidad con los delincuentes.
Fue como respuesta a esta situación que, el 15 de octubre de 1995, las comunidades decidieron crear la Policía Comunitaria, formada por voluntarios que sirven a los pueblos sin recibir ninguna remuneración. Hoy, son más de 800 policías de 73 comunidades y la delincuencia ha disminuido en más del 90 por ciento. El padre Mario Hernández Campos, que participó en la experiencia desde sus inicios, cuenta cómo fue el proceso:
“Ante ese clima de violencia e inseguridad en el que vivíamos, el pueblo respondió asumiendo un papel que hasta entonces no había asumido: el ser sujetos. El tomar conciencia de que la solución no viene de fuera. Pero para eso se tuvo que hacer mucho trabajo, muchas asambleas en muchas comunidades. Cuántos de ustedes participaron en los brigadeos, visitando pueblo por pueblo. En esas reuniones que se terminaban a las 3, 4 de la mañana… Cuántas señoras haciendo las tortillas, cociendo los frijolitos, los señores que acarreaban la leña, la cooperación de los vecinos. Así fuimos aprendiendo que somos sujetos y que somos los responsables por las soluciones que buscamos.”
Esta conciencia también fue la causa de que la Policía Comunitaria no se pensara de forma aislada, sino como parte de un proyecto mucho más amplio para resolver los problemas más urgentes de los pueblos: las vías de comunicación, la educación, la justicia. De estos esfuerzos han resultado importantes victorias. La exigencia de los pueblos resultó en la construcción, aunque deficiente, de la carretera Tlapa-Marquelia hace cuatro años (los letreros que pregonan las bondades del gobierno que “sí cumple” están intactos; la carretera está destruida). Muy significativamente, el 12 de octubre del año pasado se inauguró la Universidad Intercultural de los Pueblos del Sur (Unisur), una universidad autónoma cuyo objetivo es la formación de intelectuales arraigados en sus comunidades, y que hoy cuenta con cuatro unidades académicas: Santa Cruz del Rincón, Cuajinicuilapa, Xochistlahuaca y Xalitla. Y durante el evento en Tilapa este 15 de octubre se bautizó formalmente la radio comunitaria “La voz de los pueblos”, que desde hace dos meses está transmitiendo desde la comunidad de Espino Blanco.
Durante los primeros años de su existencia, la Policía Comunitaria detenía a los delincuentes y los entregaba a las autoridades. Pero cuenta Cirino Plácido, uno de los fundadores, que la corrupción de las instituciones oficiales hacía que en pocos días los detenidos estuvieran nuevamente libres. “La inseguridad es un gran negocio para el Estado”, afirma. “El policía quiere dinero, el abogado quiere dinero, el juez quiere dinero.” Esta realidad llevó a la decisión de fundar, en 1998, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, que es el órgano encargado de la procuración de justicia. Es la Coordinadora Regional quien se encarga de recibir las quejas, analizar las denuncias, expedir las órdenes de aprehensión y presentar a los detenidos a la asamblea comunitaria, donde, de acuerdo a los usos y costumbres, es el pueblo quien determina el castigo.
Los delitos no se pagan en forma de multa o cárcel, sino de lo que ellos llaman la reeducación. Ésta consiste en trabajos comunitarios, como pavimentación de calles, construcción de infraestructura o cualquier otra cosa en beneficio de la comunidad. Muy importantes en ese proceso de reeducación son las pláticas por parte del consejo de ancianos, reunidos regularmente por el comisario, que ayudan al detenido en el camino de la concientización. Así como la sentencia, la liberación se realiza ante la asamblea comunitaria, donde ésta se compromete a no tratar al detenido como un delincuente sino como un miembro de la comunidad en proceso de reeducación. O sea, la justicia se entiende como algo que involucra directamente a todos los miembros de la comunidad.
Ante esta experiencia de autonomía comunitaria la respuesta del gobierno ha sido la confrontación y la criminalización. Más de 40 autoridades y policías comunitarios tienen hoy órdenes de aprensión por los supuestos delitos de privación ilegal de la libertad, usurpación de funciones y abuso de autoridad. Paradójicamente, lo que más molesta al gobierno no es el hecho de que exista un cuerpo armado al margen de las instituciones oficiales, sino la impartición de justicia de acuerdo a los usos y costumbres. Esta oposición demuestra el desencuentro entre la “legalidad” de un sistema que para las comunidades no es legítimo, no sólo debido a la corrupción sino porque no refleja la realidad de los pueblos, y la legitimidad de una experiencia autónoma que no cabe en las leyes impuestas por ese sistema.
Para el antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, México no es uno solo, sino dos: los que el llama el “México imaginario” (basado en la cultura occidental) y el “México profundo” (basado en la cultura indígena). Algo muy similar afirma Cirino Plácido: “Dicen que hay un solo México pero no es cierto. Está el México de allá, pero es nomás venir aquí que se encuentra otro México, el México olvidado.”
Entre los murales de Diego Rivera que cubren los muros del Palacio Nacional en la ciudad de México, hay uno frente al cual se detienen todos los visitantes. En él encontramos la imagen de una mujer indígena (con rostro de Frida Kahlo) cargando en su espalda a un bebé moreno de ojos azules. “El primer mexicano”, dice el guía de turistas. O sea, el producto del encuentro entre la civilización occidental y la indígena. Un encuentro sin duda terrible, pero que supuestamente engendró la gran Raza de Bronce, la nación mestiza por tanto tiempo negada y que la Revolución logró liberar de las ataduras de la historia, al enaltecer el glorioso pasado prehispánico como parte constitutiva de lo que hoy somos: un México unido, homogéneo, mestizo. Pero, en esta visión ¿dónde quedan los pueblos indios?
En una pequeña fonda en el camino de regreso de la sierra guerrerense rumbo al DF, en plena mixteca poblana, se escucha un cuento dramatizado en el radio: Una estudiante de antropología estadounidense viaja a Chiapas para estudiar a los indios tzotziles. Sus costumbres y sus condiciones de vida la horrorizan, y el radioescucha no puede más que concordar: supersticiones, pobreza, falta de higiene, primitivismo. Pero cuando ella decide nombrar su tesis “La condición salvaje de los indios de México”, el nacionalismo mexicano levanta la cabeza indignado: ¿qué se cree esa gringa racista? Una indignación difícil de conciliar con la conclusión previa de que sí, ni modo, los indios son primitivos. Afortunadamente, un sencillo médico mestizo, que viaja de pueblo en pueblo, llega para salvarnos del dilema. Cando el doctor humildemente cuestiona el título de la tesis, la estudiante le dice: “¡Pero los indios viven al margen de la civilización!” El médico entonces responde: “Sí, es cierto, pero eso no es culpa suya. Es culpa nuestra, de todos nosotros.” Moral de la historia: los pueblos indios de hoy no son más que un remanente desafortunado de un pasado destruido, y es deber y obligación del México mestizo civilizarlos para integrarlos a la nación.
Bonfil Batalla propone que no, que la cosa no va por ahí. Que de lo que se trata es de dos civilizaciones desencontradas (la occidental y la indígena), y que la historia de México no es sino la historia de ese desencuentro: de los intentos, por parte de la civilización vencedora, de negar y destruir a la civilización vencida, y de los mecanismos de resistencia que ésta última ha sabido usar para sobrevivir más de quinientos años. La ideología detrás de la nación mestiza representada por ese “primer mexicano” del mural de Diego Rivera no es más que un nuevo intento de genocidio hacia los pueblos indios, del cual éstos se defienden con el arsenal milenario de su civilización.
El desencuentro entre las dos civilizaciones y la imposición violenta de una sobre la otra es evidente en la experiencia de la Policía Comunitaria de Guerrero. En sus 13 años de vida, ésta ha logrado lo que el Estado no ha podido hacer en ninguna parte del país: controlar la inseguridad en una región particularmente violenta. Una de las mesas de trabajo en Tilapa se enfocó en la situación nacional de seguridad y justicia. En ella se hizo un balance de la coyuntura actual: una explosión sin precedentes de la inseguridad y la violencia, militarización del país, sistemas policial y de justicia con una severa crisis de legitimidad, una política del miedo vehiculada por los medios de comunicación y la criminalización los movimientos sociales. El Estado no sólo ha fracasado rotundamente en el combate a la inseguridad, sino que cada día quedan más evidentes sus vínculos con el narcotráfico y el crimen organizado. Siendo así, resulta lo mínimo paradójico que el Estado, en vez de coordinar esfuerzos con esta organización exitosa y promover su extensión en otras partes del país, insista en criminalizarla.
Como las comunidades rebeldes zapatistas, la experiencia de la Policía Comunitaria es una evidencia clara de que ese otro México, el México profundo, olvidado, ignorado, es una fuente viva de alternativas capaces de enfrentar los problemas que más afectan a la sociedad. Y si el México del poder, siguiendo su tradición centenar de negar esa otra realidad, continúa rehusándose a reconocer su vitalidad y vigencia, la Policía Comunitaria continuará siendo una inspiración para todos los de abajo, de México y del mundo, y prueba de que sí es posible crear alternativas al margen del sistema, aprendiendo de esos pueblos que llevan cinco siglos resistiendo.
Monday, October 20, 2008
The Community Police of Guerrero: the forgotten Mexico speaks
by Alejandro Reyes - Radio Zapatista (www.radiozapatista.org)
On a large patio of a community in the sierra of Guerrero, surrounded by mountains and forests, stand hundreds of peasants with their weapons held high. Among them there are many youth and quite a few elders. Their weapons are very simple, their equipment, precarious. It is the Community Police, one of the most important projects of indigenous autonomy in Mexico, which, on October 14 and 15, 2008, celebrated their 13th anniversary in this town of Tilapa, municipality of Malinaltepec accompanied by commissioners and representatives of the Regional Coordination of Community Authorities (CRAC) and several dozen visitors: activists, researchers, members of alternative media, and organizations in solidarity.
Thirteen years after its foundation, the Community Police, which together with the justice system represented by the CRAC is one of the most important experiences in indigenous autonomy in Mexico, has every reason to celebrate. The insecurity and violence that in the 80s and 90s devastated the region is today under control. But more importantly, there is now a widespread awareness that the communities can solve their own problems without waiting for answers to come from the outside.
The sierra of Guerrero has a long history of rebellion. It is the land of the guerrilla movements of Genaro Vázquez and Lucio Cabañas and of a long tradition of indigenous and peasant organization. It is also the land of one of the most brutal repression campaigns in modern Mexico. The counterinsurgent violence of the 70s created a deep social instability which led to an uncontrollable situation of insecurity: assaults, robbery, rape, murder. In the face of this violence, the despair of the inhabitants met only with indifference on the part of the authorities, or outright complicity with the delinquents.
As a response to this situation, on October 15, 1995, the communities decided to create the Community Police, composed of voluntary members who serve their people without any remuneration. Today, there are over 800 policemen from 73 communities, and insecurity has diminished over 90 percent. Father Mario Hernández Campos, who participated in this experience since its beginnings, described the process:
“Given the violence and insecurity we lived, our communities responded assuming a role we had never assumed: that of being subjects. Becoming aware that the solution doesn’t come from the outside. But in order to get there we had to do a lot of work, we had to hold many assemblies y many communities. How many of you participated in brigades, going from town to town. How many participated in those meetings that went on till 3, 4 in the morning… How many women making tortillas, cooking beans, how many men carrying firewood, how many neighbors supporting us. Thus we started to learn that we are subjects and that we are responsible for the solutions we look for.”
This awareness also explains the fact that the Community Police was not conceived in isolation, but as part of a much broader project which aims at resolving the communities’ most pressing problems: communication, education, justice. These efforts resulted in some important victories. The demands of the communities led to the construction, albeit defective, of the Tlapa-Marquelia road four years ago (the signs that boast the kindness of the government that “does provide” are intact; the road is destroyed). Very significantly, on October 12 last year was inaugurated the Intercultural University of the Peoples of the South (Unisur), an autonomous university which aims at preparing intellectuals with deep ties to the communities, and which today has four campuses: Santa Cruz del Rincón, Cuajinicuilapa, Xochistlahuaca, and Xalitla. And during the event this October 15, the community radio that has been transmitting for two months from the community of Espino Blanco, was formally baptized “The voice of the people.”
During the first years of its existence, the Community Police detained the delinquents and handed them over to the authorities. But Cirino Plácido, one of the founders, explains that the corruption of government institutions meant that a few days later the delinquents would be free. “Insecurity is a great business for the State,” he says. “The policeman wants money, the lawyer wants money, the judge wants money.” This reality led to the decision to create, in 1998, the Regional Coordination of Community Authorities, which is in charge of administering justice. It is this body which receives complaints, analyzes denunciations, emits arrest orders, and presents the detainees to the community assemblies, where, according to traditional custom, it is the people who decide on the punishment.
This punishment is neither fines nor jail, but what they call reeducation. This consists of community service such as paving roads, building infrastructure or anything else that the community might need. An important aspect of this reeducation process are the talks given by the elder council, which gathers regularly upon the commissioner’s request. These talks help the detainee to become aware of his or her errors. As in the case of the sentencing, the liberation takes place in an assembly, where the community commits itself not to treat him or her as a criminal, but as a member of the community in the process of reeducation. In other words, justice is understood as something that directly involves every member of the community.
The government’s response to this experience in community autonomy has been confrontation and criminalization. Over 40 authorities and community policemen have warrants for their arrest for the presumed crimes of illegal detention, usurping functions, and abusing authority. Curiously, what most bothers the government is not the existence of an armed organization outside of official institutions, but the administration of justice according to traditional customs. This opposition reveals the conflict between the “legality” of a system that the communities do not perceive as legitimate, not only because of its corruption, but because it does not reflect their reality, and the legitimacy of an autonomous experience that does not fit in the laws imposed by that system.
According to anthropologist Gillermo Bonfil Batalla, there is not only one Mexico but two: what he calls the “imaginary Mexico” (based on Western civilization) and the “deep Mexico” (based on indigenous civilization). Cirino Plácido says something similar: “They say there’s only one Mexico but that’s not true. There’s the Mexico that’s out there, but you only need to come here to realize there’s another Mexico, the forgotten Mexico.”
Among the murals by Diego Rivera that cover the walls of the National Palace in Mexico City there’s one that all visitors stop to look at. In it we find the image of an indigenous woman (with Frida Kahlo’s face) carrying a dark-skinned, blue-eyed baby on her back. “The first Mexican,” explains the tourist guide. In other words, the product of the encounter between Western civilization and indigenous cultures. An undoubtedly terrible encounter, but which supposedly engendered the great Bronze Race, the mestizo nation for centuries denied, which the Revolution managed to liberate from the shackles of history by recognizing our glorious pre-Hispanic past as a constitutive element of who we are today: a united, homogeneous, mestizo Mexico. But, in to this vision, where do indigenous peoples fit?
In a small, roadside restaurant on the way back from the Guerrero sierra towards Mexico City, in the heart of the Mixteca sierra of Puebla, the radio plays a dramatized version of a short story: an anthropology student from the US travels to Chiapas to study the Tzotzil Indians. Their customs and their life conditions horrify her, and the listener cannot help sympathize with her views: superstition, poverty, poor hygiene, primitivism. But when she decides to name her thesis “The savage condition of Mexican Indians,” Mexican nationalism rears its head in indignation: who does this racist gringa think she is? A rather difficult indignation to reconcile, given the previous conclusion that yes, Indians are primitive. Fortunately, a humble mestizo doctor, who travels from town to town, comes to the rescue. When he politely questions the appropriateness of the title, the student says, “But Indians live outside of civilization!” And the doctor responds, “Yes, that’s true. But that’s not their fault. It’s our fault, all of us.” Moral of the story: indigenous peoples of today are the unfortunate remnants of a destroyed past, and it is the duty of mestizo Mexico to civilize them in order to integrate them to the nation.
Bonfil Batalla proposes that things are not quite that way. He claims that what we have is the clash between two different (Western and indigenous) civilizations, and that Mexico’s history is the history of this conflict: the attempts on the part of the winning civilization to negate and destroy the vanquished one, and the latter’s mechanisms of resistance which have allowed it to survive for over five centuries. The ideology behind the mestizo nation represented by that “first Mexican” in Diego Rivera’s mural is just one more genocidal attempt against indigenous peoples, from which they defend themselves with the centuries-old arsenal of their civilization.
This clash of civilizations and the imposition of one over the other is evident in the experience of the Community Police of Guerrero. In its 13 years of existence, it has managed to accomplish what the state has failed to do anywhere in the country: to control insecurity in a region that was particularly violent. One of the work sessions in Tilapa focused on the national situation of security and justice. In it the participants evaluated where Mexico is today: an unprecedented explosion of insecurity and violence, militarization of the country, a law enforcement and justice system with a severe credibility crisis, a politics of fear manipulated by the media, and the criminalization of social movements. The state has not only failed miserably in the war against insecurity, but its relations with the drug trade and organized crime have become increasingly evident. That being so, it is at least paradoxical that the state, instead of coordinating efforts with this successful organization and promoting its growth in other parts of the country, insists in criminalizing it.
Like the Zapatista communities in rebellion, the experience of the Community Police is clear proof that this other Mexico, the deep, forgotten and ignored Mexico, is a live source of alternatives capable of facing the problems that most affect society. And if the Mexico in power, following its centuries-old tradition of denying that other reality, continues refusing to recognize its vitality and relevance, the Community Police will continue to serve as an inspiration for all of those from below, in Mexico and the world, and proof that it is indeed possible to create alternatives outside the system, learning from these peoples who have been resisting for over five hundred years.
On a large patio of a community in the sierra of Guerrero, surrounded by mountains and forests, stand hundreds of peasants with their weapons held high. Among them there are many youth and quite a few elders. Their weapons are very simple, their equipment, precarious. It is the Community Police, one of the most important projects of indigenous autonomy in Mexico, which, on October 14 and 15, 2008, celebrated their 13th anniversary in this town of Tilapa, municipality of Malinaltepec accompanied by commissioners and representatives of the Regional Coordination of Community Authorities (CRAC) and several dozen visitors: activists, researchers, members of alternative media, and organizations in solidarity.
Thirteen years after its foundation, the Community Police, which together with the justice system represented by the CRAC is one of the most important experiences in indigenous autonomy in Mexico, has every reason to celebrate. The insecurity and violence that in the 80s and 90s devastated the region is today under control. But more importantly, there is now a widespread awareness that the communities can solve their own problems without waiting for answers to come from the outside.
The sierra of Guerrero has a long history of rebellion. It is the land of the guerrilla movements of Genaro Vázquez and Lucio Cabañas and of a long tradition of indigenous and peasant organization. It is also the land of one of the most brutal repression campaigns in modern Mexico. The counterinsurgent violence of the 70s created a deep social instability which led to an uncontrollable situation of insecurity: assaults, robbery, rape, murder. In the face of this violence, the despair of the inhabitants met only with indifference on the part of the authorities, or outright complicity with the delinquents.
As a response to this situation, on October 15, 1995, the communities decided to create the Community Police, composed of voluntary members who serve their people without any remuneration. Today, there are over 800 policemen from 73 communities, and insecurity has diminished over 90 percent. Father Mario Hernández Campos, who participated in this experience since its beginnings, described the process:
“Given the violence and insecurity we lived, our communities responded assuming a role we had never assumed: that of being subjects. Becoming aware that the solution doesn’t come from the outside. But in order to get there we had to do a lot of work, we had to hold many assemblies y many communities. How many of you participated in brigades, going from town to town. How many participated in those meetings that went on till 3, 4 in the morning… How many women making tortillas, cooking beans, how many men carrying firewood, how many neighbors supporting us. Thus we started to learn that we are subjects and that we are responsible for the solutions we look for.”
This awareness also explains the fact that the Community Police was not conceived in isolation, but as part of a much broader project which aims at resolving the communities’ most pressing problems: communication, education, justice. These efforts resulted in some important victories. The demands of the communities led to the construction, albeit defective, of the Tlapa-Marquelia road four years ago (the signs that boast the kindness of the government that “does provide” are intact; the road is destroyed). Very significantly, on October 12 last year was inaugurated the Intercultural University of the Peoples of the South (Unisur), an autonomous university which aims at preparing intellectuals with deep ties to the communities, and which today has four campuses: Santa Cruz del Rincón, Cuajinicuilapa, Xochistlahuaca, and Xalitla. And during the event this October 15, the community radio that has been transmitting for two months from the community of Espino Blanco, was formally baptized “The voice of the people.”
During the first years of its existence, the Community Police detained the delinquents and handed them over to the authorities. But Cirino Plácido, one of the founders, explains that the corruption of government institutions meant that a few days later the delinquents would be free. “Insecurity is a great business for the State,” he says. “The policeman wants money, the lawyer wants money, the judge wants money.” This reality led to the decision to create, in 1998, the Regional Coordination of Community Authorities, which is in charge of administering justice. It is this body which receives complaints, analyzes denunciations, emits arrest orders, and presents the detainees to the community assemblies, where, according to traditional custom, it is the people who decide on the punishment.
This punishment is neither fines nor jail, but what they call reeducation. This consists of community service such as paving roads, building infrastructure or anything else that the community might need. An important aspect of this reeducation process are the talks given by the elder council, which gathers regularly upon the commissioner’s request. These talks help the detainee to become aware of his or her errors. As in the case of the sentencing, the liberation takes place in an assembly, where the community commits itself not to treat him or her as a criminal, but as a member of the community in the process of reeducation. In other words, justice is understood as something that directly involves every member of the community.
The government’s response to this experience in community autonomy has been confrontation and criminalization. Over 40 authorities and community policemen have warrants for their arrest for the presumed crimes of illegal detention, usurping functions, and abusing authority. Curiously, what most bothers the government is not the existence of an armed organization outside of official institutions, but the administration of justice according to traditional customs. This opposition reveals the conflict between the “legality” of a system that the communities do not perceive as legitimate, not only because of its corruption, but because it does not reflect their reality, and the legitimacy of an autonomous experience that does not fit in the laws imposed by that system.
According to anthropologist Gillermo Bonfil Batalla, there is not only one Mexico but two: what he calls the “imaginary Mexico” (based on Western civilization) and the “deep Mexico” (based on indigenous civilization). Cirino Plácido says something similar: “They say there’s only one Mexico but that’s not true. There’s the Mexico that’s out there, but you only need to come here to realize there’s another Mexico, the forgotten Mexico.”
Among the murals by Diego Rivera that cover the walls of the National Palace in Mexico City there’s one that all visitors stop to look at. In it we find the image of an indigenous woman (with Frida Kahlo’s face) carrying a dark-skinned, blue-eyed baby on her back. “The first Mexican,” explains the tourist guide. In other words, the product of the encounter between Western civilization and indigenous cultures. An undoubtedly terrible encounter, but which supposedly engendered the great Bronze Race, the mestizo nation for centuries denied, which the Revolution managed to liberate from the shackles of history by recognizing our glorious pre-Hispanic past as a constitutive element of who we are today: a united, homogeneous, mestizo Mexico. But, in to this vision, where do indigenous peoples fit?
In a small, roadside restaurant on the way back from the Guerrero sierra towards Mexico City, in the heart of the Mixteca sierra of Puebla, the radio plays a dramatized version of a short story: an anthropology student from the US travels to Chiapas to study the Tzotzil Indians. Their customs and their life conditions horrify her, and the listener cannot help sympathize with her views: superstition, poverty, poor hygiene, primitivism. But when she decides to name her thesis “The savage condition of Mexican Indians,” Mexican nationalism rears its head in indignation: who does this racist gringa think she is? A rather difficult indignation to reconcile, given the previous conclusion that yes, Indians are primitive. Fortunately, a humble mestizo doctor, who travels from town to town, comes to the rescue. When he politely questions the appropriateness of the title, the student says, “But Indians live outside of civilization!” And the doctor responds, “Yes, that’s true. But that’s not their fault. It’s our fault, all of us.” Moral of the story: indigenous peoples of today are the unfortunate remnants of a destroyed past, and it is the duty of mestizo Mexico to civilize them in order to integrate them to the nation.
Bonfil Batalla proposes that things are not quite that way. He claims that what we have is the clash between two different (Western and indigenous) civilizations, and that Mexico’s history is the history of this conflict: the attempts on the part of the winning civilization to negate and destroy the vanquished one, and the latter’s mechanisms of resistance which have allowed it to survive for over five centuries. The ideology behind the mestizo nation represented by that “first Mexican” in Diego Rivera’s mural is just one more genocidal attempt against indigenous peoples, from which they defend themselves with the centuries-old arsenal of their civilization.
This clash of civilizations and the imposition of one over the other is evident in the experience of the Community Police of Guerrero. In its 13 years of existence, it has managed to accomplish what the state has failed to do anywhere in the country: to control insecurity in a region that was particularly violent. One of the work sessions in Tilapa focused on the national situation of security and justice. In it the participants evaluated where Mexico is today: an unprecedented explosion of insecurity and violence, militarization of the country, a law enforcement and justice system with a severe credibility crisis, a politics of fear manipulated by the media, and the criminalization of social movements. The state has not only failed miserably in the war against insecurity, but its relations with the drug trade and organized crime have become increasingly evident. That being so, it is at least paradoxical that the state, instead of coordinating efforts with this successful organization and promoting its growth in other parts of the country, insists in criminalizing it.
Like the Zapatista communities in rebellion, the experience of the Community Police is clear proof that this other Mexico, the deep, forgotten and ignored Mexico, is a live source of alternatives capable of facing the problems that most affect society. And if the Mexico in power, following its centuries-old tradition of denying that other reality, continues refusing to recognize its vitality and relevance, the Community Police will continue to serve as an inspiration for all of those from below, in Mexico and the world, and proof that it is indeed possible to create alternatives outside the system, learning from these peoples who have been resisting for over five hundred years.
Tuesday, September 30, 2008
Atenco's political prisoners: the persistence of resistance
by Alejandro Reyes – Radio Zapatista
When the parents of Oscar Hernández Pacheco were told that their son would be free in late August or Early September, they were overwhelmed with happiness. At the prison of Molino de Flores, don Paco and other relatives of political prisoners — who since the violent repression in San Salvador Atenco on May 3 and 4, 2006, had faced uncertainty, fear, and indignation — celebrated the news. “You see, don Paco,” said the father of another young prisoner from the town of Texcoco, “the kids will soon be free, we just need to stick it out a little longer.” “We’ll celebrate back in our town,” answered don Paco.
But some days later, on August 21 this year, they heard the terrible news: their son, like all other political prisoners held at Molino de Flores, were sentenced to 31 years and 10 months in prison, accused of kidnapping, while Ignacio del Valle was given an additional 45 years, on top of the 67 which he had already been sentenced to.
When doña Francisca learned of the decision, she fell ill. At 63 years of age, both she and her husband suffer from diabetes, an illness which has worsened in these two hears of anguish. “My children didn’t want me to go to the prison because they were afraid for my health, but I went anyway. I was a bit calmer, but when I got there I felt like I was no longer myself. I felt very ill. The next day I went to the hospital and the doctor told me I had to calm down, or I would have to be hospitalized. But how? He’s 30 years old. In another 30, he will be 60. How can they do that to him? And with such young children… the girl is eight years old, the boy is about three.”
As most of the prisoners sentenced, their son did not participate in the confrontations on May 3 and was not even a member of the Peoples’ Front in the Defense of the Land (FPDT), the organization that in 2006 was defending the flower vendors of Texcoco from being evicted from their place of work.
In the municipal auditorium of San Salvador Atenco, on one side of the central plaza, a small group of relatives of political prisoners recount what they have lived through these past two years and their indignation with the sentences of August 21, while the preparations continue for the Independence day celebration, on September 15, 2008, organized by the FPDF. Doña Francisca continues:
“The day they captured him he was going to see a relative that was very sick. They stopped him on the highway. They beat him, they injured his head, his face. We have a picture where the police are beating him, and one officer has a piece of concrete block with which he’s hitting him on the head. I didn’t know anything because that day he’d been at home. We were having breakfast, eating pozole, which is his favorite dish, and he told me that he would pick up the girl and he would come back to eat some. When the troops started coming into the town, we locked ourselves up. At around 3 pm my sons knew they had arrested him, but they didn’t tell me because they were afraid for my health. But then I saw him in the news, and that’s how I found out.”
Something similar happened with Julio César Espinoza Ramos, son of Maribel Ramos Rojas. At the time Julio was 18 and he hadn’t even heard about the FDPT. He liked to play soccer, worked in sales at the town of San Pablito Chiconcuac, and helped his grandmother take care of the cattle. On May 3, 2006, Julio César was riding his scooter on the highway that goes by San Salvador Atenco. Near the gas station of Tocuila he was detained at a police blockade. There he was brutally beaten, and then taken to the police station, before being transferred to the high-security prison of Santiaguito, in Almoloya, in the state of Toluca.
Julio César doesn’t understand why all of this is happening to him. Why was he sentenced to so many years in prison, if he didn’t do anything? And why such a heavy sentence, while the true kidnappers, those who maim people, those who murder and rape, are free? “He had so many dreams,” says his mother, “and now those dreams are truncated, locked up behind those prison walls.”
Juan de Dios Hernández, the FDPT lawyer who defends Atenco’s political prisoners, argues that the sentence was made without convincing proof, through legal proceedings full of irregularities and contradictions. One of the relatives even claims that, when he questioned the judge about the harshness of the sentences, he answered that he didn’t have full control over it and that the decision had come from above.
The political motives behind the sentences are evident in the fact that they were announced the same day that a highly publicized meeting of the National Council on Public Security was being held at the National Palace. In this meeting one of the topics that most concerns Mexican society was discussed: the insecurity that is currently lived in the country. There, a National Security Agreement was drafted, through which police and judicial institutions will be strengthened, with a focus on fighting kidnapping, money laundering, and organized crime. Among other legal reforms is a proposal for a general law on kidnapping. The sentences against Atenco’s political prisoners, precisely for kidnapping, should be read by Mexican society as a sign of alarm, since they criminalize dissidence and the defense of basic rights, equating political activism to organized crime. “We’re indignant,” says Trinidad Ramírez Velázquez, wife of Ignacio del Valle. “How dare they compare someone who defends the land and his rights to someone who kidnaps, murders, mutilates, rapes, and so on.” One of President Felipe Calderon’s proposals is to apply life in prison to convicted kidnappers. The sentence of 112 years to Ignacio del Valle is nothing less than life in prison.
It’s important to note that, regarding insecurity, the wave of kidnappings that are increasingly the topic of front-page headlines, and the drug-related violence that plagues the country, state corruption and impunity are two of the main contributors. Practically all known kidnapper gangs have members who are agents or former agents of precisely the same police forces which are in theory in charge of combating them.
At the same time, while political prisoners are given these absurd sentences, those responsible for the blatant human rights violations committed in San Salvador Atenco enjoy complete impunity. The events of May 3 and 4, 2006, represent one of the darkest moments of state repression and violence in the history of modern Mexico: murders, mass sexual aggressions against women and men, breaking and entering without a warrant, destruction of property, beatings, torture, humiliations. The savagery committed in Atenco were not just the uncontrolled actions of unprepared police forces, but rather a premeditated act of state violence designed to provoke terror in the population and to set a precedent that serves as an example to other social movements. The sentences of August 21 are just one more ingredient of these politics of terror.
It is hard to describe the pain of the families. “I’m a single mother,” says Maribel Rojas. “My son is all I have, and I’m all he has. This has affected me a lot at work because I’ve had to miss many times and I’m afraid to lose my job, but I can’t leave him alone. It’s also affected my health because I have diabetes and I’ve been hospitalized many times. And of course, it’s been very hard economically. I have to take him food, there are many expenses, and if I don’t work, how am I going to get the money, especially being alone? It hurts me a lot seeing him there. The day he called after the sentence, he seemed strong because he didn’t want to hurt me. But when I went to see him, he seemed an entirely different person, he was entirely broken.”
Doña Francisca can’t hold back her tears when she speaks of her son. “I feel very bad when I can’t go see him, but it hurts me a lot when I go to the prison. Since he was in Toluca, I used to go see him. But I feel terrible when I see my son like that. That’s why he tells me, ‘Don’t come, mother, because I get very sad when I see you cry.’ And we both cry together. But God willing I’ll be able to go see him and I’ll be calm and I won’t cry.”
For don Paco, his son’s imprisonment has also been devastating. He is a farmer, he plants corn in Atenco. “These two years have been very difficult. There are times I can’t go see him, because I have to work. There’s no money. We have to take money and food to him, and we make every effort to do it. And we spend 500 or 600 pesos in just one day. Imagine that, and we have no money. So we go crazy trying to find a solution, because I can’t work like I should.” Doña Francisca explains: don Paco is also diabetic and he often falls ill for one or two weeks at a time.
For Trinidad Ramírez, these two years have been a veritable ordeal. Her son César was in jail for almost two years. Her daughter América is in hiding. And her husband Ignacio faces a sentence of 112 years in prison. Nonetheless, she seems strong, firm, decided. “I think about them,” she explains. “I think of Ignacio in jail, always so optimistic. I’m afraid of falling into a depression and not being able to get up to continue fighting. But love can do so many things.” She says that, despite the sentence, Ignacio holds his head up. “He is very secure in his beliefs, in his ideals, in his cause. That’s why when I say that Ignacio is doing well, it’s not because he is well being there, because the conditions in prison are very tough, but because he believes in his ideals.”
But the repression and especially the sentences, which were intended to provoke fear and to silence people, had another effect. Maribel Ramos knew nothing about the FPDT, she had never participated in any struggle, she had never expressed indignation against the injustices she sees.
“My vision has changed a lot,” she says, “because we used to be very shy about expressing what’s happening in our country, the repression we suffer. Because what the government is doing is repression. They want to use us as an example and tell people: if you rebel, this is what can happen to you, you can have the same fate as these people. But instead of intimidating me, that has made me stronger, and I think it’s really important for me to express my indignation as a mother, to defend my son, because he’s completely innocent, and to denounce all this injustice we’re living. It’s time to raise our voices. If they said, ‘You better be quiet,’ well, I don’t think so. We have to face them and denounce everything that’s happening.”
Doña Francisca and don Paco, like other relatives of political prisoners who had never participated in any struggle, have also approached the FPDT, joining forces to struggle together for their son’s freedom.
For Trinidad Ramírez, “all bad things have a good side.” The sentences reawakened indignation and gave a new impulse to the struggle, in Mexico and around the world. This September 15, the FPDT organized an Independence Day event in the main plaza of San Salvador Atenco, and on September 23 a march is planned from the Angel to Los Pinos in Mexico City. At the same time, the Zapatista Army of National Liberation (EZLN) announced that the encampment in front of the Molino de Flores prison would be reinforced and that it would be transformed into a space of encounter for the Other Campaign. The EZLN also called for a renewal of the national and international campaign for the freedom of political prisoners.
For many people, demanding the release of Atenco’s political prisoners is an urgent necessity, because what is at stake, besides the lives of innocent people, is the right to resistance and the defense of basic rights. It is, in sum, a struggle for justice, democracy, and freedom in Mexico.
When the parents of Oscar Hernández Pacheco were told that their son would be free in late August or Early September, they were overwhelmed with happiness. At the prison of Molino de Flores, don Paco and other relatives of political prisoners — who since the violent repression in San Salvador Atenco on May 3 and 4, 2006, had faced uncertainty, fear, and indignation — celebrated the news. “You see, don Paco,” said the father of another young prisoner from the town of Texcoco, “the kids will soon be free, we just need to stick it out a little longer.” “We’ll celebrate back in our town,” answered don Paco.
But some days later, on August 21 this year, they heard the terrible news: their son, like all other political prisoners held at Molino de Flores, were sentenced to 31 years and 10 months in prison, accused of kidnapping, while Ignacio del Valle was given an additional 45 years, on top of the 67 which he had already been sentenced to.
When doña Francisca learned of the decision, she fell ill. At 63 years of age, both she and her husband suffer from diabetes, an illness which has worsened in these two hears of anguish. “My children didn’t want me to go to the prison because they were afraid for my health, but I went anyway. I was a bit calmer, but when I got there I felt like I was no longer myself. I felt very ill. The next day I went to the hospital and the doctor told me I had to calm down, or I would have to be hospitalized. But how? He’s 30 years old. In another 30, he will be 60. How can they do that to him? And with such young children… the girl is eight years old, the boy is about three.”
As most of the prisoners sentenced, their son did not participate in the confrontations on May 3 and was not even a member of the Peoples’ Front in the Defense of the Land (FPDT), the organization that in 2006 was defending the flower vendors of Texcoco from being evicted from their place of work.
In the municipal auditorium of San Salvador Atenco, on one side of the central plaza, a small group of relatives of political prisoners recount what they have lived through these past two years and their indignation with the sentences of August 21, while the preparations continue for the Independence day celebration, on September 15, 2008, organized by the FPDF. Doña Francisca continues:
“The day they captured him he was going to see a relative that was very sick. They stopped him on the highway. They beat him, they injured his head, his face. We have a picture where the police are beating him, and one officer has a piece of concrete block with which he’s hitting him on the head. I didn’t know anything because that day he’d been at home. We were having breakfast, eating pozole, which is his favorite dish, and he told me that he would pick up the girl and he would come back to eat some. When the troops started coming into the town, we locked ourselves up. At around 3 pm my sons knew they had arrested him, but they didn’t tell me because they were afraid for my health. But then I saw him in the news, and that’s how I found out.”
Something similar happened with Julio César Espinoza Ramos, son of Maribel Ramos Rojas. At the time Julio was 18 and he hadn’t even heard about the FDPT. He liked to play soccer, worked in sales at the town of San Pablito Chiconcuac, and helped his grandmother take care of the cattle. On May 3, 2006, Julio César was riding his scooter on the highway that goes by San Salvador Atenco. Near the gas station of Tocuila he was detained at a police blockade. There he was brutally beaten, and then taken to the police station, before being transferred to the high-security prison of Santiaguito, in Almoloya, in the state of Toluca.
Julio César doesn’t understand why all of this is happening to him. Why was he sentenced to so many years in prison, if he didn’t do anything? And why such a heavy sentence, while the true kidnappers, those who maim people, those who murder and rape, are free? “He had so many dreams,” says his mother, “and now those dreams are truncated, locked up behind those prison walls.”
Juan de Dios Hernández, the FDPT lawyer who defends Atenco’s political prisoners, argues that the sentence was made without convincing proof, through legal proceedings full of irregularities and contradictions. One of the relatives even claims that, when he questioned the judge about the harshness of the sentences, he answered that he didn’t have full control over it and that the decision had come from above.
The political motives behind the sentences are evident in the fact that they were announced the same day that a highly publicized meeting of the National Council on Public Security was being held at the National Palace. In this meeting one of the topics that most concerns Mexican society was discussed: the insecurity that is currently lived in the country. There, a National Security Agreement was drafted, through which police and judicial institutions will be strengthened, with a focus on fighting kidnapping, money laundering, and organized crime. Among other legal reforms is a proposal for a general law on kidnapping. The sentences against Atenco’s political prisoners, precisely for kidnapping, should be read by Mexican society as a sign of alarm, since they criminalize dissidence and the defense of basic rights, equating political activism to organized crime. “We’re indignant,” says Trinidad Ramírez Velázquez, wife of Ignacio del Valle. “How dare they compare someone who defends the land and his rights to someone who kidnaps, murders, mutilates, rapes, and so on.” One of President Felipe Calderon’s proposals is to apply life in prison to convicted kidnappers. The sentence of 112 years to Ignacio del Valle is nothing less than life in prison.
It’s important to note that, regarding insecurity, the wave of kidnappings that are increasingly the topic of front-page headlines, and the drug-related violence that plagues the country, state corruption and impunity are two of the main contributors. Practically all known kidnapper gangs have members who are agents or former agents of precisely the same police forces which are in theory in charge of combating them.
At the same time, while political prisoners are given these absurd sentences, those responsible for the blatant human rights violations committed in San Salvador Atenco enjoy complete impunity. The events of May 3 and 4, 2006, represent one of the darkest moments of state repression and violence in the history of modern Mexico: murders, mass sexual aggressions against women and men, breaking and entering without a warrant, destruction of property, beatings, torture, humiliations. The savagery committed in Atenco were not just the uncontrolled actions of unprepared police forces, but rather a premeditated act of state violence designed to provoke terror in the population and to set a precedent that serves as an example to other social movements. The sentences of August 21 are just one more ingredient of these politics of terror.
It is hard to describe the pain of the families. “I’m a single mother,” says Maribel Rojas. “My son is all I have, and I’m all he has. This has affected me a lot at work because I’ve had to miss many times and I’m afraid to lose my job, but I can’t leave him alone. It’s also affected my health because I have diabetes and I’ve been hospitalized many times. And of course, it’s been very hard economically. I have to take him food, there are many expenses, and if I don’t work, how am I going to get the money, especially being alone? It hurts me a lot seeing him there. The day he called after the sentence, he seemed strong because he didn’t want to hurt me. But when I went to see him, he seemed an entirely different person, he was entirely broken.”
Doña Francisca can’t hold back her tears when she speaks of her son. “I feel very bad when I can’t go see him, but it hurts me a lot when I go to the prison. Since he was in Toluca, I used to go see him. But I feel terrible when I see my son like that. That’s why he tells me, ‘Don’t come, mother, because I get very sad when I see you cry.’ And we both cry together. But God willing I’ll be able to go see him and I’ll be calm and I won’t cry.”
For don Paco, his son’s imprisonment has also been devastating. He is a farmer, he plants corn in Atenco. “These two years have been very difficult. There are times I can’t go see him, because I have to work. There’s no money. We have to take money and food to him, and we make every effort to do it. And we spend 500 or 600 pesos in just one day. Imagine that, and we have no money. So we go crazy trying to find a solution, because I can’t work like I should.” Doña Francisca explains: don Paco is also diabetic and he often falls ill for one or two weeks at a time.
For Trinidad Ramírez, these two years have been a veritable ordeal. Her son César was in jail for almost two years. Her daughter América is in hiding. And her husband Ignacio faces a sentence of 112 years in prison. Nonetheless, she seems strong, firm, decided. “I think about them,” she explains. “I think of Ignacio in jail, always so optimistic. I’m afraid of falling into a depression and not being able to get up to continue fighting. But love can do so many things.” She says that, despite the sentence, Ignacio holds his head up. “He is very secure in his beliefs, in his ideals, in his cause. That’s why when I say that Ignacio is doing well, it’s not because he is well being there, because the conditions in prison are very tough, but because he believes in his ideals.”
But the repression and especially the sentences, which were intended to provoke fear and to silence people, had another effect. Maribel Ramos knew nothing about the FPDT, she had never participated in any struggle, she had never expressed indignation against the injustices she sees.
“My vision has changed a lot,” she says, “because we used to be very shy about expressing what’s happening in our country, the repression we suffer. Because what the government is doing is repression. They want to use us as an example and tell people: if you rebel, this is what can happen to you, you can have the same fate as these people. But instead of intimidating me, that has made me stronger, and I think it’s really important for me to express my indignation as a mother, to defend my son, because he’s completely innocent, and to denounce all this injustice we’re living. It’s time to raise our voices. If they said, ‘You better be quiet,’ well, I don’t think so. We have to face them and denounce everything that’s happening.”
Doña Francisca and don Paco, like other relatives of political prisoners who had never participated in any struggle, have also approached the FPDT, joining forces to struggle together for their son’s freedom.
For Trinidad Ramírez, “all bad things have a good side.” The sentences reawakened indignation and gave a new impulse to the struggle, in Mexico and around the world. This September 15, the FPDT organized an Independence Day event in the main plaza of San Salvador Atenco, and on September 23 a march is planned from the Angel to Los Pinos in Mexico City. At the same time, the Zapatista Army of National Liberation (EZLN) announced that the encampment in front of the Molino de Flores prison would be reinforced and that it would be transformed into a space of encounter for the Other Campaign. The EZLN also called for a renewal of the national and international campaign for the freedom of political prisoners.
For many people, demanding the release of Atenco’s political prisoners is an urgent necessity, because what is at stake, besides the lives of innocent people, is the right to resistance and the defense of basic rights. It is, in sum, a struggle for justice, democracy, and freedom in Mexico.
Los presos políticos de Atenco: la persistencia de la resistencia
por Alejandro Reyes – Radio Zapatista
Cuando a los padres de Oscar Hernández Pacheco les dijeron que su hijo estaría libre a finales de agosto o inicio de septiembre, no cabían de felicidad. En el penal de Molino de Flores, don Paco y otros parientes de presos políticos que, desde la violenta represión policial en San Salvador Atenco el 3 y 4 de mayo de 2006, enfrentaban la incertidumbre, el miedo y la indignación, ese día celebraban la noticia. “Ya ve, don Paco,” decía el padre de otro joven preso, procedente del poblado de Texcoco, “los muchachos ya pronto van a estar libres, nomás hay que echarle un poquito más de ganas”. “Pues se las festejamos allá en el pueblo”, contestó don Paco.
Pero días después, el 21 de agosto de este año, les dieron la nefanda noticia: su hijo, como los demás presos políticos recluidos en el penal de Molino de Flores, fueron sentenciados a 31 años y 10 meses de prisión bajo la acusación de secuestro equiparado, mientras a Ignacio del Valle le añadían 45 años a los 67 a los que ya había sido previamente condenado.
Cuando doña Francisca supo de la sentencia, estuvo a punto de ser hospitalizada. A los 63 años, tanto ella como su marido sufren de diabetes, condición que se ha agravado durante estos dos años de sufrimiento. “Mis hijos no querían que fuera al penal porque tenían miedo de que me pusiera mal, pero yo fui de todos modos. Estaba más tranquila, pero cuando llegué, sentí que yo ya no era yo. Me sentí muy mal. Al otro día fui al seguro y la doctora me dijo que me tenía que tranquilizar, porque si no me iban a tener que internar. ¿Pero cómo? Él tiene 30 años. Con otros 30, va a tener 60. ¿Cómo es posible que le hagan eso? Y sus hijos tan chiquitos… la niña tiene ocho años, el niño unos tres.”
Como la mayoría de los presos sentenciados, su hijo no participó en los enfrentamientos del 3 de mayo y no formaba siquiera parte del Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), organización que, en 2006, defendía a los floricultores de Texcoco de ser desalojados de su local de trabajo.
En el auditorio municipal de San Salvador Atenco, a un lado de la plaza central, un pequeño grupo de familiares de los presos políticos relatan lo que han vivido estos dos últimos años y su indignación con las sentencias del 21 de agosto, mientras continúan los preparativos para la celebración del día de la Independencia, el 15 de septiembre de 2008, organizada por el FPDT. Continúa doña Francisca:
“El día que lo agarraron él iba a ver a un familiar que estaba muy enfermo. Lo detuvieron en la carretera. Le pegaron, le abrieron la cabeza, la cara. Tenemos una foto donde lo están golpeando, y un policía tiene una mitad de tabicón para pegarle en la cabeza. Yo no sabía, porque ese día él pasó a la casa. Estábamos desayunando pozole, su platillo favorito, y me dijo que iba a recoger a la niña y que más tarde regresaba para echarse un taco. Cuando empezaron a entrar los granaderos, nos encerramos. Como a las tres de la tarde mis hijos ya sabían que lo habían agarrado, pero no me dijeron para que no me pusiera mal. Pero entonces lo vi en las noticias, y fue así que me enteré.”
Algo similar sucedió con Julio César Espinoza Ramos, hijo de Maribel Ramos Rojas. En la época Julio César tenía 18 años y no había siquiera oído hablar del FDPT. Jugaba futbol, se dedicaba al comercio en el poblado de San Pablito Chiconcuac y le ayudaba a su abuela a cuidar el ganado. El 3 de mayo de 2006, Julio César conducía su motoneta por la carretera que pasa al lado de San Salvador Atenco. A la altura de la gasolinera de Tocuila, fue detenido en un retén de la policía federal. Ahí lo golpearon salvajemente, antes de trasladarlo a la procuraduría y, acto seguido, al penal de Santiaguito en Almoloya, Toluca.
Julio César no logra entender por qué le ha sucedido todo esto. ¿Por qué lo condenan a tantos años de cárcel, si él no hizo nada? ¿Por qué esa sentencia, mientras los verdaderos secuestradores, los que mutilan, matan, violan, están en la calle? “Él tenía tantas ilusiones”, dice su madre, “y ahora sus ilusiones se ven truncadas y todos esos sueños se quedan detrás de esos muros de la prisión.”
Juan de Dios Hernández, el abogado del FDPT que defiende la causa de los presos políticos, afirma que la sentencia se hizo sin que existieran pruebas plenas de responsabilidad de los acusados, en un proceso lleno de irregularidades y contradicciones. Inclusive, uno de los familiares atestigua que, al cuestionar al juez sobre la dureza de las sentencias, éste le respondió que él no tenía pleno mando y que la decisión venía de más arriba.
La motivación política de estas sentencias queda evidente en el hecho de que éstas fueron emitidas el mismo día en que se celebraba la muy divulgada reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública en el Palacio Nacional, en la que se discutió uno de los temas que más preocupan actualmente a la sociedad: la inseguridad que se vive en el país. Ahí se llegó al Acuerdo Nacional de Seguridad, mediante el cual se fortalecerán las instituciones policiales y de procuración de justicia, enfocándose en el secuestro, lavado de dinero y crimen organizado. Entre otras reformas legales, está la propuesta de una ley general del secuestro. Las sentencias contra los presos políticos de Atenco, justamente por el supuesto delito de secuestro, deben ser leídas como una señal de alarma para la sociedad mexicana pues criminalizan la disidencia y la defensa de los derechos, equiparando el activismo político al crimen organizado. “Estamos indignados”, dice Trinidad Ramírez Velázquez, esposa de Ignacio del Valle. “Cómo es posible que se atrevan a comparar a alguien que defiende la tierra y sus derechos con alguien que secuestra, asesina, mutila, viola y demás.” Una de las propuestas de Felipe Calderón ha sido aplicar la pena de cadena perpetua a los secuestradores. La pena de 112 años para Ignacio del Valle equivale, efectivamente, a cadena perpetua.
Cabe resaltar que, con relación a la inseguridad, a la ola de secuestros que cada vez más son tema de primera plana y a la narcoviolencia que asola el país, la corrupción y la impunidad son dos de los principales responsables. En prácticamente todas las bandas de secuestradores conocidas están involucrados agentes o ex agentes justamente de las fuerzas de seguridad pública que en teoría serían responsables por combatirlas.
Al mismo tiempo, mientras los presos políticos son sentenciados con penas absurdas, los responsables por las gritantes violaciones de derechos humanos cometidas en San Salvador Atenco han gozado de completa impunidad. Los acontecimientos del 3 y 4 de mayo de 2006 representan uno de los momentos más oscuros de represión y violencia estatal en la historia del México moderno: homicidios, agresiones sexuales multitudinarias a mujeres y hombres, allanamiento de moradas, destrucción de propiedad, golpizas, torturas, humillaciones. La barbarie cometida en Atenco no se trató de la actuación descontrolada de fuerzas policiales mal preparadas, sino de una violencia de estado premeditada para infundir el terror en la población y sentar un precedente que sirviera de ejemplo para otros movimientos sociales. Las condenas del 21 de agosto son un ingrediente más de esta política de terror.
Es difícil describir el sufrimiento de las familias. “Soy madre soltera”, dice Maribel Rojas. “Él es todo lo que tengo y yo soy todo lo que él tiene. Me ha afectado mucho en el trabajo porque he tenido muchas ausencias y me puede costar el empleo, pero no puedo dejarlo solo. También me ha afectado en mi salud porque soy diabética y he estado hospitalizada muchas veces. Y desde luego económicamente, me ha sido muy difícil. Hay que llevarle alimentos, hay muchos gastos, y si no trabajamos, no hay de dónde, sobre todo siendo una persona sola. A mí me duele muchísimo verlo allá. El día que me habló por teléfono después de la sentencia, parecía ser muy fuerte para que yo no me cayera. Pero el día que lo visité era otra persona, totalmente quebrantada.”
Doña Francisca no puede controlar las lágrimas cuando habla de su hijo. “Me siento muy mal cuando no puedo ir a verlo, pero a mí me hace mucho daño ir al penal. Desde que estaba en Toluca, lo iba a ver. Y me siento mal cuando veo a mi hijo así. Por eso él me dice: No vengas, mamá, porque me pongo muy triste cuando te veo llorar. Y lloramos los dos. Pero Dios quiera lo voy a ir a ver y me voy a tranquilizar y no voy a llorar.”
Para don Paco la prisión de su hijo también ha sido devastadora. Él es campesino, planta maíz allá mismo, en Atenco. “Estos dos años han sido muy pesados. En este tiempo hay veces que no puedo verlo, porque tengo que trabajar. No hay dinero. Se le tiene que dejar dinero, comida, y hacemos el esfuerzo para ir y llevarle su encargo. Y ahí son 500, 600 pesos que se gastan nomás en un día. Imagínese, y luego sin dinero. Y nosotros nos estamos tronando los dedos porque yo no puedo trabajo así, en forma.” Doña Francisca explica: don Paco también está enfermo, frecuentemente cae en cama y pasa una o dos semanas sin poder trabajar.
Para Trinidad Ramírez, estos dos años han sido un verdadero calvario. Su hijo César estuvo preso casi dos años. Su hija América se encuentra prófuga. Y su marido Ignacio enfrenta una pena de 112 años en el penal de máxima seguridad de Almoloya. Sin embargo, se le ve fuerte, firme, decidida. “Pienso en ellos”, explica. “En Nacho en la cárcel, siempre tan positivo. Tengo miedo de deprimirme, de caerme y no poderme levantar para seguir luchando. El amor puede tantas cosas.” Cuenta que, a pesar de la sentencia, Ignacio está en pie. “Tiene mucha seguridad en lo que cree, en sus ideales, en su lucha. Por eso cuando digo que Nacho está bien no es que esté bien allá, porque las condiciones en el penal son muy duras, sino porque cree en sus ideales.”
Pero la represión y sobre todo las sentencias, cuya intención es amedrentar y silenciar, tuvieron también otro efecto. Maribel Ramos no sabía del Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra, nunca había participado en ninguna lucha, nunca había expresado su indignación ante las injusticias que percibe.
“Mi visión ha cambiado mucho”, dice Maribel, “porque antes éramos personas tímidas al expresar lo que está pasando en el país, la represión que sufrimos. Porque es realmente una represión lo que está haciendo el gobierno. Quieren ponernos como un ejemplo y decirle a la gente: si ustedes se rebelan, vean lo que les puede pasar, pueden correr la misma suerte que estas personas. Pero esto, en lugar de intimidarme, me ha hecho más fuerte y creo que es importante expresar mi indignación como madre, defender a mi hijo, porque es una persona totalmente inocente, y denunciar toda la injusticia que estamos viviendo. Es hora de levantar la voz. Si dijeron, ‘Se van a estar quietos’, pues creo que no. No. Tenemos que hacer frente y denunciar y decir lo que está pasando.”
Doña Francisca y don Paco, como otros parientes de presos políticos que nunca habían participado en alguna lucha, también se han acercado al FPDT, uniendo fuerzas para, juntos, exigir su liberación.
Para Trinidad Ramírez, “no hay mal que por bien no venga”. Las sentencias despertaron la indignación y dieron un nuevo impulso a la lucha por la liberación de los presos políticos de Atenco, en México y en el mundo. Este 15 de septiembre, el FPDT organizó en la explanada de San Salvador Atenco un “Grito por la libertad”, y para el 23 de septiembre está planeada una marcha del Ángel a Los Pinos en la ciudad de México. Al mismo tiempo, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional anunció que se reforzaría el plantón frente al penal de Molino de Flores, convirtiéndolo en un espacio de encuentro de la Otra Campaña, y convocó a la renovación de la campaña nacional e internacional por la liberación de los presos políticos.
Hay, para muchos, una conciencia de que exigir la liberación de los presos de Atenco es una necesidad urgente porque lo que está en juego, además de las vidas de hombres inocentes, es el derecho a la resistencia y a la defensa de los derechos fundamentales. Es, en suma, una lucha por un México con justicia, democracia y libertad.
Cuando a los padres de Oscar Hernández Pacheco les dijeron que su hijo estaría libre a finales de agosto o inicio de septiembre, no cabían de felicidad. En el penal de Molino de Flores, don Paco y otros parientes de presos políticos que, desde la violenta represión policial en San Salvador Atenco el 3 y 4 de mayo de 2006, enfrentaban la incertidumbre, el miedo y la indignación, ese día celebraban la noticia. “Ya ve, don Paco,” decía el padre de otro joven preso, procedente del poblado de Texcoco, “los muchachos ya pronto van a estar libres, nomás hay que echarle un poquito más de ganas”. “Pues se las festejamos allá en el pueblo”, contestó don Paco.
Pero días después, el 21 de agosto de este año, les dieron la nefanda noticia: su hijo, como los demás presos políticos recluidos en el penal de Molino de Flores, fueron sentenciados a 31 años y 10 meses de prisión bajo la acusación de secuestro equiparado, mientras a Ignacio del Valle le añadían 45 años a los 67 a los que ya había sido previamente condenado.
Cuando doña Francisca supo de la sentencia, estuvo a punto de ser hospitalizada. A los 63 años, tanto ella como su marido sufren de diabetes, condición que se ha agravado durante estos dos años de sufrimiento. “Mis hijos no querían que fuera al penal porque tenían miedo de que me pusiera mal, pero yo fui de todos modos. Estaba más tranquila, pero cuando llegué, sentí que yo ya no era yo. Me sentí muy mal. Al otro día fui al seguro y la doctora me dijo que me tenía que tranquilizar, porque si no me iban a tener que internar. ¿Pero cómo? Él tiene 30 años. Con otros 30, va a tener 60. ¿Cómo es posible que le hagan eso? Y sus hijos tan chiquitos… la niña tiene ocho años, el niño unos tres.”
Como la mayoría de los presos sentenciados, su hijo no participó en los enfrentamientos del 3 de mayo y no formaba siquiera parte del Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), organización que, en 2006, defendía a los floricultores de Texcoco de ser desalojados de su local de trabajo.
En el auditorio municipal de San Salvador Atenco, a un lado de la plaza central, un pequeño grupo de familiares de los presos políticos relatan lo que han vivido estos dos últimos años y su indignación con las sentencias del 21 de agosto, mientras continúan los preparativos para la celebración del día de la Independencia, el 15 de septiembre de 2008, organizada por el FPDT. Continúa doña Francisca:
“El día que lo agarraron él iba a ver a un familiar que estaba muy enfermo. Lo detuvieron en la carretera. Le pegaron, le abrieron la cabeza, la cara. Tenemos una foto donde lo están golpeando, y un policía tiene una mitad de tabicón para pegarle en la cabeza. Yo no sabía, porque ese día él pasó a la casa. Estábamos desayunando pozole, su platillo favorito, y me dijo que iba a recoger a la niña y que más tarde regresaba para echarse un taco. Cuando empezaron a entrar los granaderos, nos encerramos. Como a las tres de la tarde mis hijos ya sabían que lo habían agarrado, pero no me dijeron para que no me pusiera mal. Pero entonces lo vi en las noticias, y fue así que me enteré.”
Algo similar sucedió con Julio César Espinoza Ramos, hijo de Maribel Ramos Rojas. En la época Julio César tenía 18 años y no había siquiera oído hablar del FDPT. Jugaba futbol, se dedicaba al comercio en el poblado de San Pablito Chiconcuac y le ayudaba a su abuela a cuidar el ganado. El 3 de mayo de 2006, Julio César conducía su motoneta por la carretera que pasa al lado de San Salvador Atenco. A la altura de la gasolinera de Tocuila, fue detenido en un retén de la policía federal. Ahí lo golpearon salvajemente, antes de trasladarlo a la procuraduría y, acto seguido, al penal de Santiaguito en Almoloya, Toluca.
Julio César no logra entender por qué le ha sucedido todo esto. ¿Por qué lo condenan a tantos años de cárcel, si él no hizo nada? ¿Por qué esa sentencia, mientras los verdaderos secuestradores, los que mutilan, matan, violan, están en la calle? “Él tenía tantas ilusiones”, dice su madre, “y ahora sus ilusiones se ven truncadas y todos esos sueños se quedan detrás de esos muros de la prisión.”
Juan de Dios Hernández, el abogado del FDPT que defiende la causa de los presos políticos, afirma que la sentencia se hizo sin que existieran pruebas plenas de responsabilidad de los acusados, en un proceso lleno de irregularidades y contradicciones. Inclusive, uno de los familiares atestigua que, al cuestionar al juez sobre la dureza de las sentencias, éste le respondió que él no tenía pleno mando y que la decisión venía de más arriba.
La motivación política de estas sentencias queda evidente en el hecho de que éstas fueron emitidas el mismo día en que se celebraba la muy divulgada reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública en el Palacio Nacional, en la que se discutió uno de los temas que más preocupan actualmente a la sociedad: la inseguridad que se vive en el país. Ahí se llegó al Acuerdo Nacional de Seguridad, mediante el cual se fortalecerán las instituciones policiales y de procuración de justicia, enfocándose en el secuestro, lavado de dinero y crimen organizado. Entre otras reformas legales, está la propuesta de una ley general del secuestro. Las sentencias contra los presos políticos de Atenco, justamente por el supuesto delito de secuestro, deben ser leídas como una señal de alarma para la sociedad mexicana pues criminalizan la disidencia y la defensa de los derechos, equiparando el activismo político al crimen organizado. “Estamos indignados”, dice Trinidad Ramírez Velázquez, esposa de Ignacio del Valle. “Cómo es posible que se atrevan a comparar a alguien que defiende la tierra y sus derechos con alguien que secuestra, asesina, mutila, viola y demás.” Una de las propuestas de Felipe Calderón ha sido aplicar la pena de cadena perpetua a los secuestradores. La pena de 112 años para Ignacio del Valle equivale, efectivamente, a cadena perpetua.
Cabe resaltar que, con relación a la inseguridad, a la ola de secuestros que cada vez más son tema de primera plana y a la narcoviolencia que asola el país, la corrupción y la impunidad son dos de los principales responsables. En prácticamente todas las bandas de secuestradores conocidas están involucrados agentes o ex agentes justamente de las fuerzas de seguridad pública que en teoría serían responsables por combatirlas.
Al mismo tiempo, mientras los presos políticos son sentenciados con penas absurdas, los responsables por las gritantes violaciones de derechos humanos cometidas en San Salvador Atenco han gozado de completa impunidad. Los acontecimientos del 3 y 4 de mayo de 2006 representan uno de los momentos más oscuros de represión y violencia estatal en la historia del México moderno: homicidios, agresiones sexuales multitudinarias a mujeres y hombres, allanamiento de moradas, destrucción de propiedad, golpizas, torturas, humillaciones. La barbarie cometida en Atenco no se trató de la actuación descontrolada de fuerzas policiales mal preparadas, sino de una violencia de estado premeditada para infundir el terror en la población y sentar un precedente que sirviera de ejemplo para otros movimientos sociales. Las condenas del 21 de agosto son un ingrediente más de esta política de terror.
Es difícil describir el sufrimiento de las familias. “Soy madre soltera”, dice Maribel Rojas. “Él es todo lo que tengo y yo soy todo lo que él tiene. Me ha afectado mucho en el trabajo porque he tenido muchas ausencias y me puede costar el empleo, pero no puedo dejarlo solo. También me ha afectado en mi salud porque soy diabética y he estado hospitalizada muchas veces. Y desde luego económicamente, me ha sido muy difícil. Hay que llevarle alimentos, hay muchos gastos, y si no trabajamos, no hay de dónde, sobre todo siendo una persona sola. A mí me duele muchísimo verlo allá. El día que me habló por teléfono después de la sentencia, parecía ser muy fuerte para que yo no me cayera. Pero el día que lo visité era otra persona, totalmente quebrantada.”
Doña Francisca no puede controlar las lágrimas cuando habla de su hijo. “Me siento muy mal cuando no puedo ir a verlo, pero a mí me hace mucho daño ir al penal. Desde que estaba en Toluca, lo iba a ver. Y me siento mal cuando veo a mi hijo así. Por eso él me dice: No vengas, mamá, porque me pongo muy triste cuando te veo llorar. Y lloramos los dos. Pero Dios quiera lo voy a ir a ver y me voy a tranquilizar y no voy a llorar.”
Para don Paco la prisión de su hijo también ha sido devastadora. Él es campesino, planta maíz allá mismo, en Atenco. “Estos dos años han sido muy pesados. En este tiempo hay veces que no puedo verlo, porque tengo que trabajar. No hay dinero. Se le tiene que dejar dinero, comida, y hacemos el esfuerzo para ir y llevarle su encargo. Y ahí son 500, 600 pesos que se gastan nomás en un día. Imagínese, y luego sin dinero. Y nosotros nos estamos tronando los dedos porque yo no puedo trabajo así, en forma.” Doña Francisca explica: don Paco también está enfermo, frecuentemente cae en cama y pasa una o dos semanas sin poder trabajar.
Para Trinidad Ramírez, estos dos años han sido un verdadero calvario. Su hijo César estuvo preso casi dos años. Su hija América se encuentra prófuga. Y su marido Ignacio enfrenta una pena de 112 años en el penal de máxima seguridad de Almoloya. Sin embargo, se le ve fuerte, firme, decidida. “Pienso en ellos”, explica. “En Nacho en la cárcel, siempre tan positivo. Tengo miedo de deprimirme, de caerme y no poderme levantar para seguir luchando. El amor puede tantas cosas.” Cuenta que, a pesar de la sentencia, Ignacio está en pie. “Tiene mucha seguridad en lo que cree, en sus ideales, en su lucha. Por eso cuando digo que Nacho está bien no es que esté bien allá, porque las condiciones en el penal son muy duras, sino porque cree en sus ideales.”
Pero la represión y sobre todo las sentencias, cuya intención es amedrentar y silenciar, tuvieron también otro efecto. Maribel Ramos no sabía del Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra, nunca había participado en ninguna lucha, nunca había expresado su indignación ante las injusticias que percibe.
“Mi visión ha cambiado mucho”, dice Maribel, “porque antes éramos personas tímidas al expresar lo que está pasando en el país, la represión que sufrimos. Porque es realmente una represión lo que está haciendo el gobierno. Quieren ponernos como un ejemplo y decirle a la gente: si ustedes se rebelan, vean lo que les puede pasar, pueden correr la misma suerte que estas personas. Pero esto, en lugar de intimidarme, me ha hecho más fuerte y creo que es importante expresar mi indignación como madre, defender a mi hijo, porque es una persona totalmente inocente, y denunciar toda la injusticia que estamos viviendo. Es hora de levantar la voz. Si dijeron, ‘Se van a estar quietos’, pues creo que no. No. Tenemos que hacer frente y denunciar y decir lo que está pasando.”
Doña Francisca y don Paco, como otros parientes de presos políticos que nunca habían participado en alguna lucha, también se han acercado al FPDT, uniendo fuerzas para, juntos, exigir su liberación.
Para Trinidad Ramírez, “no hay mal que por bien no venga”. Las sentencias despertaron la indignación y dieron un nuevo impulso a la lucha por la liberación de los presos políticos de Atenco, en México y en el mundo. Este 15 de septiembre, el FPDT organizó en la explanada de San Salvador Atenco un “Grito por la libertad”, y para el 23 de septiembre está planeada una marcha del Ángel a Los Pinos en la ciudad de México. Al mismo tiempo, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional anunció que se reforzaría el plantón frente al penal de Molino de Flores, convirtiéndolo en un espacio de encuentro de la Otra Campaña, y convocó a la renovación de la campaña nacional e internacional por la liberación de los presos políticos.
Hay, para muchos, una conciencia de que exigir la liberación de los presos de Atenco es una necesidad urgente porque lo que está en juego, además de las vidas de hombres inocentes, es el derecho a la resistencia y a la defensa de los derechos fundamentales. Es, en suma, una lucha por un México con justicia, democracia y libertad.
Sunday, September 21, 2008
Autonomía y nacionalismo Zapatista
por Alejandro Reyes
Un grupo de hombres, mujeres y niños indígenas, algunos con paliacates rojos al cuello, se congrega a la orilla de un riachuelo. Un hombre toca la chirimía, suben nubes de incienso entre las ofrendas de flores y velas que muchos pares de manos colocan con humildad y respeto. Reflejado en el agua, el rostro sonriente de un anciano. Parece decirnos: ésta es nuestra tierra. La cámara se aleja y va apareciendo toda la escena: el verdor de la selva, el riachuelo, los indígenas congregados en festiva reverencia, las ofrendas, las flores, las velas, el incienso y, enmarcándolo todo en un cuadro simétrico, dos banderas mexicanas.
La Cuarta Guerra Mundial
La autonomía como alternativa
Nacionalismo a la zapatista
Bibliografía
Un grupo de hombres, mujeres y niños indígenas, algunos con paliacates rojos al cuello, se congrega a la orilla de un riachuelo. Un hombre toca la chirimía, suben nubes de incienso entre las ofrendas de flores y velas que muchos pares de manos colocan con humildad y respeto. Reflejado en el agua, el rostro sonriente de un anciano. Parece decirnos: ésta es nuestra tierra. La cámara se aleja y va apareciendo toda la escena: el verdor de la selva, el riachuelo, los indígenas congregados en festiva reverencia, las ofrendas, las flores, las velas, el incienso y, enmarcándolo todo en un cuadro simétrico, dos banderas mexicanas.
Fade out. Créditos.
Se trata de la última escena de Tierra sagrada, video producido por videastas zapatistas, en coordinación con las autoridades autónomas municipales y la Junta de Buen Gobierno. El video cuenta la historia, desde la perspectiva zapatista, de la lucha por la tierra, la explotación antes de 1994 y la construcción de territorios autónomos en tierras recuperadas de manos de finqueros y latifundistas. Pero esta última escena encierra en sí misma buena parte del discurso y de la propuesta zapatista. Por una parte, los rituales indígenas, sincréticos, representan una afirmación identitaria: somos indígenas. Y se entiende: como indígenas tenemos una cosmovisión nuestra y una relación particular a la tierra; es como indígenas que reclamamos nuestro derecho ancestral a la misma; y es como indígenas que reclamamos nuestro derecho a la autodeterminación y al autogobierno. Por otra parte, las dos grandes banderas que enmarcan la escena conllevan un mensaje evidente: somos mexicanos; nuestra lucha ni es separatista ni está circunscrita a la problemática específica indígena chiapaneca; luchamos por una nueva nación. “Vamos, vamos, vamos, vamos adelante / Para que salgamos en la lucha avante / Porque nuestra Patria grita y necesita / De todo el esfuerzo de los zapatistas”, dice el himno rebelde.
Autonomía y nacionalismo: los dos lados (para algunos críticos irreconciliables) de la misma moneda que el zapatismo propone como remedio para los dos grandes males (también en apariencia contradictorios) que, según su análisis, envenenan a la sociedad mexicana contemporánea: el Estado centralizador, autoritario y antidemocrático, por un lado, y por el otro la “nueva guerra de conquista” de la globalización, que no sólo homogeniza las particularidades locales sino que desmantela los Estados Nacionales y los reordena a servicio del mercado global.
En el contexto de los movimientos altermundistas y de las luchas antiglobalización —de los cuales el movimiento zapatista es tanto partícipe como, en muchos casos, inspirador—, así como de los nuevos movimientos radicales de las últimas décadas, sobre todo en los países del dicho Primer Mundo, el nacionalismo zapatista resulta paradójico, incomprensible y, para muchos, francamente insensato. La historia de los nacionalismos europeos conlleva una interminable lista de guerras y demás atrocidades por las cuales es difícil sentir algún indicio de nostalgia. Y sugerir que el nacionalismo, como quiera que se le defina, pueda ser un eje de lucha en los Estados Unidos, difícilmente puede dejar de causar escalofríos.
Al mismo tiempo, en México, para la derecha y no pocos sectores de la izquierda, la autonomía propuesta —y vivida cotidianamente— por el zapatismo es una forma de separatismo o, por lo menos, una aberración dentro del marco del Estado moderno que amenaza la unidad de la nación.
Son estos los temas que me gustaría explorar en estas líneas: por un lado, la propuesta nacionalista zapatista y su relación con la autonomía; por el otro, el papel de la identidad en la lucha zapatista y el desafío a los discursos hegemónicos sobre la identidad nacional y “lo mexicano”.
La Cuarta Guerra Mundial
En un artículo reciente, el filósofo esloveno Slavoj Žižek escribe: “Una de las más claras lecciones de las últimas décadas es que el capitalismo es indestructible. Marx lo comparó a un vampiro, y uno de los puntos sobresalientes de comparación parece ahora ser que los vampiros siempre vuelven a la vida después de ser apuñalados a muerte.”[1] Después del fin de la Guerra Fría, el capitalismo no sólo no ha muerto sino que ha cobrado tales dimensiones que, para muchos, se vuelve imposible imaginar alternativas. El capitalismo como sistema económico y la democracia liberal como sistema político se han naturalizado en el discurso hegemónico: ellos son el único camino para la humanidad, y todas las alternativas son utopías descabelladas o inventos perversos de los enemigos de la libertad.
Según la evaluación que hacen los zapatistas de la realidad global contemporánea,[2] el fin de la Guerra Fría desató lo que ellos —y otros movimientos altermundistas— llaman la “Cuarta Guerra Mundial”. El vacío de poder dejado por la caída del Muro de Berlín, aunado a las nuevas tecnologías y el consecuente crecimiento de las industrias transnacionales, ha resultado en una redefinición de fuerzas políticas y una “nueva guerra de conquista” para controlar territorios y recursos naturales. Pero a diferencia de las guerras anteriores, esta se da no entre estados naciones, sino entre los grandes centros financieros: una guerra de mercados. Algunas de las características de esta “nueva guerra de conquista”, según los zapatistas:
Una guerra total. Difícil resulta para el viajante estos días aventurarse a las regiones más remotas del planeta sin que allá se encuentre las huellas de los grandes capitales y la consecuente devastación, tanto física como cultural. Cada montaña, cada río, cada bosque, cada desierto y cada pueblo se vuelve un posible mercado o una fuente de recursos (materiales o humanos) explotables para nuevos mercados. Varios son los perdedores de esta guerra. Uno de ellos es el estado-nación, que pasa a un plano secundario. Por un lado, se pierden o desarticulan los mercados locales y nacionales ante el poderío de los grandes centros financieros y los capitales transnacionales. Por el otro, las políticas neoliberales dictan la sistemática reducción de las funciones de bienestar social del estado, reduciéndolo a su dimensión represiva. Escribe el Subcomandante Marcos:
En el cabaret de la globalización, tenemos el "show" del Estado sobre una "table dance" que se despoja de todo hasta quedar con su prenda mínima indispensable: la fuerza represiva. Destruida su base material, anuladas sus posibilidades de soberanía e independencia, desdibujadas sus clases políticas, los Estados Nacionales se convierten, más o menos rápido, en un mero aparato de "seguridad" de las megaempresas que el neoliberalismo va erigiendo en el desarrollo de esta IV Guerra Mundial.[3]
Privatización de todos los servicios: educación, salud, telefonía, agua, electricidad, carreteras, transporte, fondos de jubilación. Al mismo tiempo, un aumento dramático en gastos militares y policiales. En el México actual, esta fórmula no puede ser más clara. Mientras los servicios sociales se limitan más y más, el país se militariza y las fuerzas represivas actúan con creciente violencia e impunidad, con la complicidad de los medios de comunicación y la indiferencia general. En menos de dos años, un número de atropellos que en otros tiempos habrían provocado un escándalo internacional pasaron relativamente desapercibidos y completamente impunes. Según Adolfo Gilly,[4] la represión en San Salvador Atenco en mayo del 2006 sentó un nuevo precedente de represión en la historia mexicana. “Nunca, ni siquiera en el 68, se había utilizado la violación sistemática de hombres y mujeres para sembrar el terror en una población.” Ese mismo año, en nombre de la “legalidad” y del “estado de derecho”, se cometieron innumerables violaciones de derechos humanos en Oaxaca, culminando con la brutal e histórica represión del 25 de noviembre y el subsiguiente estado de terror que se instaló en ese estado. En Chiapas, las 79 bases militares instaladas en territorio zapatista han sido reforzadas en los últimos años con Fuerzas Especiales y unidades elite sin jurisdicción para operar en Chiapas. Al mismo tiempo, ha habido, desde diciembre de 2006, una escalada sin precedentes de actividades paramilitares que, a todas vistas, no sólo están financiadas por los gobiernos federal y estatal, sino que operan en coordinación con la Secretaría de Reforma Agraria, Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales, Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, Dirección General de Conservación para el Desarrollo, entre otras dependencias federales.[5] Como ilustra el caso actual de Chiapas, la represión militar y paramilitar viene de la mano de discursos supuestamente “concientes” propios de la democracia liberal —desarrollo sustentable, protección al medio ambiente— y de proyectos del capital multinacional —megaproyectos “ecoturísticos”, tala de madera, plantas hidroeléctricas, explotación petrolera.
Pero los grandes perdedores de esta Cuarta Guerra Mundial son los millones de seres humanos que no caben en la ecuación de este “nuevo orden mundial”. La mecanización del campo y la aplicación a nivel mundial de los esquemas de la “Revolución Verde”, además de empobrecer la alimentación en todo el mundo, dejan sin lugar a millones de campesinos que, no teniendo otra opción, migran a las ciudades o a países del dicho Primer Mundo. Pero en las ciudades tampoco hay lugar para ellos, ni lo hay —como queda en evidencia ante la reciente ola de violencia y legislación anti-inmigrantes en Estados Unidos y Europa— en los países dichos desarrollados. El resultado: millones de desplazados sin lugar en el mundo.
La estrategia del neocapitalismo, según en análisis zapatista, consiste en un proceso de destrucción y despoblamiento, seguido de reconstrucción y reordenamiento. Este análisis, cuya articulación escrita data de 1997, fue confirmado en la práctica durante la gira de la Otra Campaña en 2006. Una y otra vez, en todo el territorio nacional, la Otra Campaña escuchó las más diversas historias que, sin embargo, demostraban el mismo proceso: destrucción de los territorios y del medio ambiente (desvío de agua de poblaciones enteras para uso de grandes empresas, devastación de bosques, ríos y mares, destrucción de la agricultura, prohibición de fuentes tradicionales de supervivencia como la pesca y el corte de madera para consumo familiar); despoblamiento ante la falta de medios de subsistencia o ante el arrebato de tierras; reconstrucción en la forma de megaproyectos turísticos, plantas hidroeléctricas, aeropuertos, carreteras, campos de golf, etc.; y, finalmente, reordenamiento tanto económico—con el empobrecimiento de la gran mayoría y el enriquecimiento de una minúscula minoría— como social y cultural, con el desplazamiento de grandes poblaciones y la destrucción de formas de vida.
¿Cómo enfrentar esta nueva forma de capitalismo global que todo abarca, que todo destruye y cuyo eje no se encuentra identificable en la figura del Estado, sino en el difuso, intangible pero omnipresente poderío del capital? La respuesta zapatista consiste justamente en el ejercicio y la articulación de las autonomías, por un lado, y el fortalecimiento de lo nacional, por el otro.
La autonomía como alternativa
En “Sangre y tinta del kitsch tropical”, Roger Bartra hace un número de críticas a la autonomía indígena que, si bien provienen de un completo desconocimiento de la autonomía practicada por los pueblos zapatistas, vale la pena discutir, pues hacen eco a toda una serie de mitos y malentendidos sobre el concepto de la autonomía.
Por un lado, para Bartra, como para muchos críticos, la idea de la autonomía indígena es una “tendencia fundamentalista” (y, añade: “sacada por la izquierda del polvoriento arcón soviético”). Para estos críticos, la autonomía y la autodeterminación de acuerdo a “usos y costumbres” significarían un retorno a un pasado idealizado que, por un lado, romantiza las culturas indígenas por medio del mito (proveniente del imaginario europeo) del “buen salvaje” y, por otro lado, ofrece como solución para problemas contemporáneos la aplicación de “usos y costumbres” primitivos que poco o nada tienen que ver con la democracia representativa y que, de hecho, tienden a la violencia y al autoritarismo. Además, argumenta, el supuesto retorno a formas indígenas de autogobierno poco tiene en realidad de indígena, pues en buena medida los actuales “sistemas normativos étnicos” no son más que una “transposición (real o imaginaria) de formas coloniales de dominación”.
Bartra hace un recuento de las características que “los etnólogos han observado en diversos pueblos indígenas del México moderno y posrevolucionario”, y apunta a su probable origen colonial. Podríamos resumir las cuatro características enumeradas por Bartra como: concentración del poder en manos de un gobernador o cacique; elecciones por medio de consejos de ancianos o asambleas (que caracteriza como endebles formas democráticas); fusión de poderes civiles y religiosos; carácter extremadamente autoritario del ejercicio del poder. Concluye Bartra:
En síntesis, los sistemas normativos indígenas –o lo que queda de ellos– son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido profundamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas. Los ingredientes que podríamos calificar de democráticos son muy precarios; se reducen al plebiscito y al ejercicio de una democracia directa en asambleas, donde las mujeres y las alternativas minoritarias suelen ser excluidas o aplastadas.
Estas críticas no son exclusivas de Roger Bartra. Muchos intelectuales, inclusive de izquierda, repiten argumentos similares,[6] sin nunca haber estudiado la autonomía zapatista en la práctica (o los muchos otros ejemplos de movimientos autonomistas en el país).
Buena parte del argumento de Bartra está basado en una falacia. Cuando los pueblos indios hablan de autonomía y de usos y costumbres, no hay ninguna pretensión “fundamentalista”. Para ellos, no se trata de un retorno a alguna esencia prehispánica inmaculada por cinco siglos de historia. Ni los usos y costumbres ni las tradiciones ni la misma noción de la identidad pretenden ser estáticos, ni derivan su legitimidad de una supuesta autenticidad histórica de sus raíces precolombinas. Al contrario, su legitimidad se deriva justamente de su dinamismo, de su actualidad histórica. La especificidad que fundamenta el reclamo indígena a la autonomía proviene de una cosmovisión particular, derivada no sólo del recuerdo prehispánico sino, sobre todo, de cinco siglos de resistencia. Como menciona Bartra, los pueblos indios sin duda han sido manipulados y violentados por los intereses de las élites y por los gobiernos de todos los tiempos. Pero pensarlos como víctimas pasivas es otra forma de violencia que, mientras pretende interesarse por la explotación y marginación que han sufrido, les roba la capacidad de autodeterminación e ignora su larga historia de resistencia.
La práctica de la autonomía zapatista no sólo contradice las cuatro características que según Bartra definen las formas de gobierno indígenas; también demuestra que, lejos de pretender ser un retorno a un pasado estático e idealizado (lejos de negar la modernidad para buscar una supuesta premodernidad esencialista), busca la creación de una modernidad alternativa en el contexto del capitalismo globalizado. Nada más distante del autoritarismo vertical descrito por Bartra que la horizontalidad democrática de las juntas de buen gobierno. Nada más distante de la exclusión de mujeres en la toma de decisiones que la participación activa de mujeres en las juntas de buen gobierno, en los consejos municipales autónomos, en las filas del Ejército Zapatista y en el mismo Comité Clandestino Revolucionario Indígena del EZLN. Nada más distante de la “fusión de los poderes civiles y religiosos” que el secularismo de los gobiernos zapatistas, donde la división de dichos poderes es infinitamente más clara que en el gobierno del PAN.
Pero, sobre todo, lo que caracteriza la autonomía zapatista es su fluidez, su continua evolución. “Nosotros no tenemos las respuestas”, repiten los zapatistas una y otra vez.[7] Dos ejemplos específicos demuestran la voluntad autocrítica y el deseo de repensar, adaptar o transformar usos y costumbres para responder a necesidades prácticas y a la búsqueda de la justicia. Una es el reconocimiento por parte de los zapatistas, desde antes del levantamiento, de la injusticia y la violencia de los usos y costumbres hacia la mujer. La Ley Revolucionaria de Mujeres, promovida por comandantas del Ejército Zapatista, las prácticas de inclusión en las estructuras del gobierno autónomo, la concientización de la población a través de Radio Insurgente y de muchos otros programas e inclusive la realización del Encuentro de Mujeres Zapatistas con las Mujeres del Mundo a final de diciembre de 2007, son todos esfuerzos constantes por desafiar el peso de tradiciones opresoras.
Otro ejemplo, quizás menos visible pero no menos revelador, es el caso de la medicina tradicional. Cuando los zapatistas, en respuesta a la abismal precariedad de servicios médicos disponibles para las comunidades indígenas, decidieron construir sistemas autónomos de salud, una de las prioridades fue recuperar antiguas tradiciones en proceso de extinción (hueseros, parteras y manejo de plantas medicinales). Según los usos y costumbres, dichos conocimientos no son transmisibles a cualquier persona; el ser un médico tradicional es un don, no algo que se aprenda en una escuela. Pero los zapatistas reconocieron que esta creencia por un lado aseguraba un verdadero caciquismo de la salud y, por otro, condenaba esos conocimientos a la extinción. Así, a través de un largo proceso de convencimiento, se logró que un buen número de médicos tradicionales se prestaran a preparar promotores de salud, quienes, a su vez, enseñarían a nuevas generaciones. Así, la negación de una tradición centralizadora y caciquista permitió el resurgimiento de tradiciones que mucho han beneficiado la vida de cientos de pueblos en resistencia.
Otro aspecto de la autonomía zapatista es su continuo contacto con una multiplicidad de experiencias nacionales e internacionales que desafían sus propias nociones de tradición y los impulsan a una continua reevaluación de los usos y costumbres, sin que eso signifique un debilitamiento de la identidad indígena a través de la “infiltración” de valores y costumbres exógenos. Al contrario, justamente porque ni la identidad ni las tradiciones se entienden de forma esencialista, ese diálogo sirve para fortalecer la identidad y la conciencia como pueblos en resistencia. Al mismo tiempo, ese contacto inspira y alimenta una tan prodigiosa variedad de luchas autonomistas en todo el mundo, que difícilmente se puede hablar de fundamentalismos primitivistas, de la nostalgia del buen salvaje y demás argumentos que ni conocen los novedosos experimentos en autodeterminación indígenas en la práctica ni entienden las implicaciones de la propuesta autonomista más globalmente como respuesta a un análisis de la situación mundial.
La iniciativa lanzada con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, publicada por el EZLN el verano del 2005, ofrece una visión del concepto de la autonomía que va mucho más allá que el de la autodeterminación indígena, pero que se inspira en los más de diez años de su construcción en territorio rebelde. Lo que la Sexta propone es la puesta en práctica, de forma articulada, de lo que ya desde los primeros años del levantamiento los zapatistas veían como el contrapunto al poder del capital globalizado: la globalización de la resistencia. A nivel nacional, la Otra Campaña es la puesta en práctica de dicha propuesta, inicialmente a partir del recorrido del Subcomandante Marcos (rebautizado para este propósito como Delegado Zero) por todo el territorio nacional, para escuchar a los más marginados y excluidos, los que no caben en la fórmula del “nuevo orden mundial”. El recorrido creó espacios de encuentro inusitados, en los cuales sectores sociales que difícilmente se habrían encontrado y mucho menos dialogado pudieron no sólo expresarse y escucharse mutuamente, sino, a partir de esos intercambios, identificar puntos de contacto y problemas comunes, para empezar a desarrollar un entendimiento de la exclusión, explotación y marginación como resultado de un sistema global que a todos los afecta por igual. Recuperar el sentido de comunidad negado por el neoliberalismo y la globalización y encontrar fuerza en la diversidad y puntos de encuentro con el Otro, para, a partir de eso, comenzar a construir una red de autonomías, son algunas de las propuestas de la Otra Campaña. Así, el concepto de la autonomía pasa a ser no sólo reivindicación de pueblos autóctonos, sino eje de lucha para resistir el capitalismo globalizado. Teniendo como enemigo no un Estado, sino un sistema mundial de explotación controlado por los grandes centros financieros, la resistencia no puede pasar a la toma del poder sin cambiar profundamente sus estructuras y, sobre todo, sin construir realidades alternativas fuera de la lógica de ese sistema global. Demostrar, en la práctica, las falacias de un discurso hegemónico naturalizado que dice que, fuera de la globalización capitalista y de la democracia liberal, no hay alternativas posibles.
El concepto de la identidad, en esta propuesta, es fundamental. “Un mundo donde quepan muchos mundos” —la utopía zapatista implica que cada uno de esos mundos se defina como tal, se entienda como tal, y encuentre, en una serie de características y visiones comunes, un sentido de unión y de comunidad. La crítica posmoderna a la noción de la identidad contiene dos ejes. Por un lado, el carácter de la identidad como construcción social, como invención; por otro, el potencial homogenizador, intolerante, fundamentalista de dichas nociones de identidad. No es novedad que, históricamente, los grupos humanos desarrollan sistemas de identificación común para responder a necesidades prácticas de supervivencia. En 1835, un movimiento de esclavos africanos musulmanes casi logró derrotar el gobierno portugués de Bahia, Brasil. Los esclavos provenían de diferentes regiones, muchas de ellas desencontradas por guerras ancestrales. Sin embargo, en Brasil desarrollaron una identidad “malê”, que les permitió organizar uno de los levantamientos más importantes de la historia de la esclavitud en ese país. Rechazaban a los negros nacidos en Brasil y a los mulatos, y se consideraban plenamente africanos. Después del levantamiento, el gobierno de Bahia mató a muchos y deportó a los más, mandando varios navíos a la costa de Lagos, actual Nigeria.[8] Allá, imposibilitados de regresar a sus tierras de origen y enfrentando la hostilidad de los habitantes del lugar, pasaron a reconocerse como “brasileños”, identidad que les permitió sobrevivir como colectividad. Son estos “brasileños” los responsables por muchas tradiciones culinarias, arquitectónicas y demás, que le dan a Lagos un carácter curiosamente americano.
Al mismo tiempo, la construcción de la identidad es no pocas veces problemática, resultado de un proceso histórico de conflicto y herramienta de control y de dominación. Las nociones de identidad nacional son ejemplares en este sentido. En México, durante siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional hizo suyos los no siempre tan revolucionarios logros de la Revolución y forjó con ellos un discurso de identidad nacional que contribuyó en buena medida a que se convirtiera, en las palabras de Mario Vargas Llosa, en la dictadura perfecta latinoamericana.
Para el zapatismo, la identidad no puede funcionar como eje efectivo de lucha si no se entiende como un concepto dinámico. Como hemos visto, la adaptación de influencias, la adopción de prácticas exógenas, la incorporación, inclusive, de formas de entender el mundo en la propia cosmovisión que define la identidad, no sólo no se opone sino que fortalece la propia colectividad. Y esto se aplica no sólo a la identidad de grupo, sino también a la identidad nacional.
Nacionalismo a la zapatista
La reivindicación nacionalista del zapatismo es frecuente blanco de duras críticas inclusive por parte de individuos y organizaciones que conocen profundamente sus propuestas y hacen suyas sus luchas en diversos lugares del mundo. Las experiencias desastrosas a las que han llevado los diferentes nacionalismos en la historia europea y la afirmación de una superioridad ética y de un destino manifiesto en el nacionalismo estadounidense llevan a luchadores sociales en esos países a rechazar cualquier tipo de nacionalismo como eje de lucha. Además, se critica el uso tan notorio de símbolos nacionales —como la bandera y el himno—que se han usado a través de la historia como mecanismos de imposición, de control y de opresión. Finalmente, estos críticos apuntan al carácter artificial y violento de la definición tanto de las fronteras como de la propia noción de “lo nacional”.
De cierta manera la defensa de lo nacional por parte del movimiento se puede entender como una postura estratégica ante las acusaciones, por un lado, de extranjerismo —el nacionalismo aquí siendo utilizado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari para desprestigiar el movimiento como producto de la “infiltración” de elementos extranjeros que estarían manipulando a los indígenas, quienes, por otro lado, se considerarían incapaces de ser protagonistas de su propia historia— y, por otro, de separatismo. Cuando los y las comandantes y comandantas del Ejército Zapatista se presentaban durante las primeras conversaciones de paz celebradas en San Cristóbal de las Casas, lo hacían diciendo su nombre seguido de su origen étnico maya y de la aclaración: “cien por ciento mexicano”. La afirmación rebatía ambas acusaciones pero hacía mucho más: exigía, con las armas y con la palabra, su inclusión, como indígenas, en la definición de la nación mexicana.
Quizás una de las más importantes victorias del zapatismo fue que logró desafiar el ya de por sí tambaleante nacionalismo posrevolucionario. El mito de la nación mestiza —el mestizaje como eje fundamental de la identidad nacional—, que en principio tuvo la virtud de enfrentar el eurocentrismo reinante en el porfiriato y las teorías raciales positivistas de finales del siglo XIX, sirvió como mecanismo homogenizador que excluía a la población indígena. El indígena en el discurso del mestizaje tiene un papel en la construcción de la nación en la medida en que sea capaz de integrarse a la sociedad hegemónica, deshaciéndose de todo aquello que lo diferencia de ella. El nacionalismo zapatista, así, se explica como una reivindicación de participación equitativa de una población por 500 años excluida, no por medio de la integración sino desde el posicionamiento como distinta. Esa otredad, en la Otra Campaña, se vuelve el fundamento de un nuevo entendimiento de la noción de lo mexicano —de la identidad nacional y del concepto de nación— que consistiría en la articulación de autonomías e identidades particulares, polifonía de otredades que conforman un universo común con características múltiples, dinámicas, en perpetuo flujo y redefinición.
Al mismo tiempo, el nacionalismo zapatista representa un desafío a otro aspecto del discurso posrevolucionario sobre “lo mexicano”, y que se puede leer ya desde el inicio de la Revolución en la obra de Mariano Azuela, Los de abajo. Azuela dibuja un panorama de la Revolución que revela el despropósito de una lucha que, nacida de la desesperación ante los extremos del abuso y la explotación, se extravía en la barbarie de una violencia que no conoce su propia razón de ser, desembocando en una caída general en una brutalidad incontrolada que da rienda suelta a los más bajos instintos del ser humano. La novela apunta a la “naturaleza” del “mexicano” como la causa de este extravío, la “mueca pavorosa y grotesca a la vez de una raza (…) irredenta”.[9] Una raza impulsiva, feroz, cruel por naturaleza, que no le teme a la muerte porque poco valora la vida.
Este discurso sobre la naturaleza del mexicano fue perspicazmente utilizado por los gobiernos posrevolucionarios para controlar las explosiones sociales por medio del miedo a la “barbarie” mexicana. El fatalismo ante la impulsividad, violencia, irresponsabilidad y egoísmo supuestamente típicos del “mexicano”, en particular de “los de abajo”, se utilizan para llevar a la población a la inmovilidad y al desencanto anticipado ante cualquier movimiento social de resistencia al poder. Con la Primera Declaración de la Selva Lacandona, esta visión se revierte:
Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin inmortales que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.
Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos.
Los desposeídos son los “verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad”, producto de 500 años de luchas. Las presencia de la comandanta Ester ante el Congreso de la Unión —una mujer indígena, comandanta de un ejército guerrillero que moviliza millones de mexicanos y llega sin armas para exigir la participación equitativa de los excluidos en el proyecto nacional— confronta y revoluciona tanto el discurso de la nación mestiza como el del México bárbaro.
La Sexta Declaración, quizás sin proponérselo, produjo también una serie de cuestionamientos sobre las fronteras físicas y mentales de “la nación” y, por lo tanto, del concepto mismo de lo nacional. Al proponer la inclusión de mexicanos y chicanos en Estados Unidos como parte de la lucha nacional de la Otra Campaña, la iniciativa cruzó la frontera y generó nuevas formas de pensar lo nacional. Al mismo tiempo, se propuso el concepto de la Otra Geografía: un concepto fluido, ambiguo, indefinido, que, en vez de reconocer las fronteras históricamente impuestas por el poder, dibujaría nuevos mapas a partir de realidades sociales mucho más complejas y, frecuentemente, antagónicas a la geografía oficial. Al pensar la Otra Geografía de manera transnacional, surgieron fenómenos inesperados, movimientos que se definen como mexicanos y como parte de la Otra Campaña y, por lo tanto, comprometidos con un cambio nacional (o sea, con México), a través de acciones que responden a su propia realidad local. En el barrio de East Harlem, en Nueva York, el Movimiento por Justicia en el Barrio, compuesto por migrantes mexicanos, adopta formas de lucha zapatistas (como las consultas, los encuentros, la organización horizontal, la toma de decisiones por consenso) para resistir el desplazamiento por las fuerzas de la especulación inmobiliaria. Son adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, se consideran mexicanos y entienden su lucha como parte del movimiento “nacional” de la Otra Campaña. Pensar que la lucha por la vivienda justa y contra la discriminación en los barrios más pobres de Nueva York es a la vez una lucha local y una lucha “nacional” mexicana y, al mismo tiempo, que la lucha de los migrantes en Estados Unidos no puede separarse de la lucha por justicia y dignidad en México es reflejo de nuevas formas de pensar la resistencia de manera transnacional, reconociendo que los lazos sociales, culturales, económicos y políticos derivados de las migraciones forzosas y del desplazamiento generado por la globalización son mucho más sólidos que las fracturas impuestas por las fronteras físicas, por más violentas que éstas sean.
Todo esto es indicador de cambios en las formas de concebir la nación y la identidad como respuesta a los desafíos planteados por las fuerzas homogeneizadoras de la globalización, y que representan, de hecho, una globalización de la resistencia y una redefinición de la geografía, de la identidad y del nacionalismo.
Bibliografía
Azuela, Mariano. Los de abajo. Paris: ALLCA XX, 1988.
EZLN, “Primera Declaración de la Selva Lacandona”. Chiapas, 1993.
EZLN, “Sexta Declaración de la Selva Lacandona”. Chiapas, 2005.
Reis, João José. Rebelião escrava no Brasil: a história do levante dos malês. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.
Roger Bartra, "Sangre y tinta del kitsch tropical", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 13-46.
Slavoj Žižek, “Resistance is Surrender”. In London Review of Books. vol. 29, n° 22, 15 de noviembre de 2007.
Subcomandante Insurgente Marcos. “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial”. Chiapas: EZLN, junio de 1997.
Subcomandante Insurgente Marcos. “Siete preguntas a quien correspondan: imágenes del neoliberalismo en México de 1997”. Chiapas: EZLN, enero de 1997.
Subcomandante Insurgente Marcos. “Un periscopio invertido (o la memoria, una llave enterrada)”. Chiapas: EZLN, febrero de 1998.
Tierra sagrada. Chiapas: Promedios. 2000.
[2] Ver, por ejemplo, “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial”, “Siete preguntas a quien corresponda”, “Un periscopio invertido (o la memoria, una llave enterrada)”, “¡Oximoron! (la derecha intelectual y el fascismo liberal)”, “Otra geografía”.
[3] “Siete piezas del rompecabezas mundial”.
[4] Conferencia de prensa, Universidad de la Ciudad de México, julio de 2006.
[5] Ver informes del Centro de Análisis Político e Investigaciones Sociales y Económicas (CAPISE): www.capise.org.mx
[6] En septiembre de 2006 (y por lo tanto a 3 años de la fundación de los caracoles y de las juntas de buen gobierno zapatistas) Denise Dresser, en una plática en la Universidad de California en Berkeley, criticó la autonomía indígena como fundamentalista, antidemocrática y tendiente a la violencia.
[7] En los recientes Encuentros entre los Pueblos Zapatistas y los Pueblos del Mundo, realizados en territorio rebelde, tanto bases de apoyo como autoridades zapatistas insistieron una y otra vez que la autonomía no se construye a partir de ideas preconcebidas, sino a través de un proceso de continua consulta, revisión y adaptación a las realidades de su ejercicio.
[8] Ver Reis, João José. Rebelião escrava no Brasil.
[9] Azuela, p.128.
Tuesday, August 05, 2008
Letter to the Editor, NYT (published!)
To the Editor:
In “The Laws Cops Can’t Enforce” (Op-Ed, July 31), George Gascón effectively documents the risks to constitutionality and social justice posed by a status quo lacking a comprehensive domestic immigration policy.
But no legislation, however comprehensive, will succeed without an international component. The most important step Washington can take to control immigration would be to help reduce poverty in Mexico and Central America, lessening the economic need that pushes the poor north.
Daniel Nemser
San Francisco, Aug. 1, 2008
In “The Laws Cops Can’t Enforce” (Op-Ed, July 31), George Gascón effectively documents the risks to constitutionality and social justice posed by a status quo lacking a comprehensive domestic immigration policy.
But no legislation, however comprehensive, will succeed without an international component. The most important step Washington can take to control immigration would be to help reduce poverty in Mexico and Central America, lessening the economic need that pushes the poor north.
Daniel Nemser
San Francisco, Aug. 1, 2008
Friday, March 14, 2008
Tenure for Prof. Andrea Smith!
Dear Professors Sullivan, Monts, and Coleman:
As a U of M alumni, I am writing to voice my concern about the negative decision in Professor Andrea Smith's tenure case. Professor Smith's academic achievements (including publishing three books, editing or co-editing three others, publishing 15 articles in peer-reviewed academic journals, as well as receiving numerous prestigious awards and fellowships) are well known and hardly require mention; her work with students has been exemplary; and, to top it off, she was even nominated for a Nobel Peace Prize in 2005. In an academic sense, then, she is the kind of faculty member the University of Michigan could be immensely proud of. The Program in American Culture recognized this, and was right to give her a positive recommendation in the tenure proceedings.
What worries me most, however, is the not so subtle message this decision sends: that those academics who actively pursue connections with the community beyond the walls of the university, particularly in the interest of social justice, will be punished. I am currently a graduate student at the University of California, Berkeley, where a similar case recently took place. Professor Ignacio Chapela, in the Department of Environmental Science, Policy, and Management, was denied tenure in a suspicious decision that came soon after he published an article in the highly-respected scientific journal Nature, showing his findings of genetic contamination in the DNA of corn in Oaxaca, Mexico -- despite the assertions of Monsanto that such spread was impossible. Monsanto's manipulation was so clear that student groups immediately began to organize on Professor Chapela's behalf. After a long struggle, the dean decided to reconsider the decision and today, Professor Chapela is an associate professor in the department of ESPM -- with tenure.
I sincerely hope that, as in the case of Professor Chapela at UC Berkeley, the LS&A Provost will rethink Professor Smith's case. If not, the university will be, in essence, locking the doors and reinforcing the walls of the "ivory tower," sending a clear message that the academy shall not mix with the outside world. Students will not be the only losers of this decision -- the academy as a whole will suffer.
Sincerely,
Daniel Nemser
LS&A, Class of 2002
-------------------
Thank you for your letter of support regarding the promotion and
tenure review of Andrea Smith, Assistant Professor, in the Program in
American Culture and the Department of Women's Studies. The awarding
of tenure is one of the most important decisions that we make in the
academe, and we take our responsibility very seriously.
It might be helpful if I briefly summarize the tenure review process
at the University of Michigan. We have 18 schools and colleges that
have an explicit set of procedures for promotion and tenure review of
their faculty. In all cases, promotion recommendations are evaluated
at multiple levels, beginning with the local unit (typically
departmental) and continuing through a review by school/college level
committee(s). The casebooks are then forwarded to the Provost for
review and, in consultation with the President, recommendations to
award tenure are made to the Board of Regents.
I appreciate your concerns and your disagreement with the college’s
decision not to recommend tenure. These decisions are complex and
multifaceted, and those making the judgments must take into
consideration many factors, including some specific to the individual
and others of broader departmental or institutional significance.
Again, let me thank you for your letter of support for Professor Smith.
Teresa A. Sullivan
Provost and Executive Vice President for Academic Affairs
University of Michigan
------------------
More info here
Online petition here
As a U of M alumni, I am writing to voice my concern about the negative decision in Professor Andrea Smith's tenure case. Professor Smith's academic achievements (including publishing three books, editing or co-editing three others, publishing 15 articles in peer-reviewed academic journals, as well as receiving numerous prestigious awards and fellowships) are well known and hardly require mention; her work with students has been exemplary; and, to top it off, she was even nominated for a Nobel Peace Prize in 2005. In an academic sense, then, she is the kind of faculty member the University of Michigan could be immensely proud of. The Program in American Culture recognized this, and was right to give her a positive recommendation in the tenure proceedings.
What worries me most, however, is the not so subtle message this decision sends: that those academics who actively pursue connections with the community beyond the walls of the university, particularly in the interest of social justice, will be punished. I am currently a graduate student at the University of California, Berkeley, where a similar case recently took place. Professor Ignacio Chapela, in the Department of Environmental Science, Policy, and Management, was denied tenure in a suspicious decision that came soon after he published an article in the highly-respected scientific journal Nature, showing his findings of genetic contamination in the DNA of corn in Oaxaca, Mexico -- despite the assertions of Monsanto that such spread was impossible. Monsanto's manipulation was so clear that student groups immediately began to organize on Professor Chapela's behalf. After a long struggle, the dean decided to reconsider the decision and today, Professor Chapela is an associate professor in the department of ESPM -- with tenure.
I sincerely hope that, as in the case of Professor Chapela at UC Berkeley, the LS&A Provost will rethink Professor Smith's case. If not, the university will be, in essence, locking the doors and reinforcing the walls of the "ivory tower," sending a clear message that the academy shall not mix with the outside world. Students will not be the only losers of this decision -- the academy as a whole will suffer.
Sincerely,
Daniel Nemser
LS&A, Class of 2002
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Thank you for your letter of support regarding the promotion and
tenure review of Andrea Smith, Assistant Professor, in the Program in
American Culture and the Department of Women's Studies. The awarding
of tenure is one of the most important decisions that we make in the
academe, and we take our responsibility very seriously.
It might be helpful if I briefly summarize the tenure review process
at the University of Michigan. We have 18 schools and colleges that
have an explicit set of procedures for promotion and tenure review of
their faculty. In all cases, promotion recommendations are evaluated
at multiple levels, beginning with the local unit (typically
departmental) and continuing through a review by school/college level
committee(s). The casebooks are then forwarded to the Provost for
review and, in consultation with the President, recommendations to
award tenure are made to the Board of Regents.
I appreciate your concerns and your disagreement with the college’s
decision not to recommend tenure. These decisions are complex and
multifaceted, and those making the judgments must take into
consideration many factors, including some specific to the individual
and others of broader departmental or institutional significance.
Again, let me thank you for your letter of support for Professor Smith.
Teresa A. Sullivan
Provost and Executive Vice President for Academic Affairs
University of Michigan
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Sunday, February 24, 2008
Letter to the Editor, NYT (unpublished)
To the Editor:
Eduardo Porter asserts that NAFTA has not displaced small-scale Mexican farmers ("Nafta Is a Sweet Deal, So Why Are They So Sour?," Feb. 11). In fact, as food critic Michael Pollan wrote in this paper last April, the arrival of heavily subsidized corn from the U.S. has forced about 2 million farmers off their land. The country's weak economy provides few jobs for these migrants in the cities, thus forcing them across the northern border where, in a cruelly ironic twist, many find themselves working for the very agricultural economy that displaced them in the first place. The tens of thousands of farmers who marched through Mexico City last week aren't stupid -- they know when their livelihoods are under attack.
Daniel Nemser
Eduardo Porter asserts that NAFTA has not displaced small-scale Mexican farmers ("Nafta Is a Sweet Deal, So Why Are They So Sour?," Feb. 11). In fact, as food critic Michael Pollan wrote in this paper last April, the arrival of heavily subsidized corn from the U.S. has forced about 2 million farmers off their land. The country's weak economy provides few jobs for these migrants in the cities, thus forcing them across the northern border where, in a cruelly ironic twist, many find themselves working for the very agricultural economy that displaced them in the first place. The tens of thousands of farmers who marched through Mexico City last week aren't stupid -- they know when their livelihoods are under attack.
Daniel Nemser
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